Muchos se preguntarán qué objeto tenían esos castillos situados en riscos inaccesibles, lejos de las carreteras, aislados por completo. Otros se preguntarán igualmente qué sentido tenía gastar una fortuna y varios años de trabajo para construir un edificio así, dotado de una guarnición exigua que ni en sueños podría hacer frente a una hueste de varios cientos de hombres.

Pero que nadie piense que nuestros ancestros eran unos necios que dedicaban dineros y trabajos en algo inútil, ni mucho menos. Lo que pasa es que tenemos que verlos con los ojos de los que los vieron hace siglos, no con los nuestros. Me explico:

Nuestras carreteras son casi todas de moderno trazado, por lo que quedan muy alejadas de las antiguas vías romanas que, aún en la baja edad media, eran utilizadas aún. Y precisamente, en muchos casos, lo que vigilaban y controlaban estos edificios era precisamente el tránsito por dichas vías. Porque los ejércitos medievales no se desplazaban, como el cine nos ha hecho creer, campo a través. Antes al contrario, tenían la necesidad imperiosa de moverse por caminos adecuados, ya que no sólo los formaban peones y caballeros, sino carros con la impedimenta que no podían transitar por cualquier sitio.

Por otro lado, la guarnición de estos edificios no solía ser cuantiosa. Treinta o cuarenta hombres bastaban para defenderlos, y más si se encontraba en la cima de un escarpado risco. Cualquiera pensará que bastaría con rebasarlo, ya que sus defensores no se atreverían a hacerles frente. Pero la guerra medieval no era como la de ahora, Los ejércitos medievales carecían de muchas cosas, entre otras, de algo tan usual hoy día como de la logística. Un ejército moderno lleva camiones con provisiones, agua, municiones, etc. Pero una hueste de aquellos tiempos vivía sobre el terreno. No existían más “conservas” que la carne en salazón, alimento que por cierto requería abundante agua para ser consumido, por razones obvias. Y la cosa es que, en muchas ocasiones, la única fuente de agua disponible en muchos kilómetros a la redonda estaba precisamente defendida por uno de estos castillos. Cualquiera se acercaba a por agua con un adarve lleno de ballesteros dispuestos a acribillar a virotazos al que se acercase a la misma. Sólo eso podía bastar para hacer que un ejército invasor diese media vuelta camino de casa.

Pero además, dejar atrás a una guarnición escasa, pero formada por hombres de armas, profesionales de la guerra, era una insensatez. Podían hostigarlos por la zaga aprovechando la noche, causarles todas las bajas posibles y, a toda velocidad, volver al resguardo de sus murallas. Una de esas salidas nocturnas podía, igualmente, convencer a los invasores de que seguir su camino podía suponerles un desastre, porque tras ese castillo había más, todos inteligentemente situados para hostigarlos constantemente.

Finalmente, servían como refugio de las poblaciones cercanas. Muchas incluso nacieron al abrigo de dichas fortalezas. En una época en que la llegada del verano suponía aceifas de enemigos dispuestos a esquilmar todo lo que podían, vivir cerca de un castillo era una tranquilidad para aquella gente que vivían día a día, sin saber si a la mañana siguiente aparecería una mesnada de energúmenos que los dejarían en la miseria, cuando no muertos o cautivos.

Sirva pues ésta breve introducción para poner en situación a los que me lean, y que se vayan despojando de prejuicios creados casi siempre por la errónea visión de la época que nos han dado el cine o los historiadores del romanticismo.En sucesivas entradas se tratarán con más profundidad estos temas, a fin de esclarecer la utilidad de los castillos, así como la vida en su interior, los asedios, los ingenios usados en los mismos, etc.
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