“Nada” versus “algo”

Cuando se trata de discernir sobre el Ser Uno, Todo o Dios se abre una disyuntiva primigenia y crucial que, como las nuevas tecnologías, es de base binaria (0/1): Hubo un estadio previo en el que “nada” había ni existía (opción 0); o desde siempre y por siempre ha existido “algo” (opción 1). ¿Cuál de ambas opciones, 0 ó 1, es la cierta, ya que una, forzosamente, tiene que serlo y las dos a la vez no lo pueden ser?.

El 7 de mayo de 2008, Michael Heller -longevo sacerdote polaco, profesor de filosofía en la Academia Pontificia de Teología de Cracovia- recibió el prestigioso Templeton Prize –galardón dotado con más de un millón de euros que desde 1973 otorga anualmente la Fundación del mismo nombre- por sus investigaciones dirigidas a elaborar una demostración matemática de la existencia de Dios.

Según él, la ciencia no es sino un esfuerzo colectivo de la mente humana para leer la Mente de Dios. Y sus indagaciones parten de la evidencia de que numerosos procesos del Universo pueden ser expuestos como una sucesión de estados donde el precedente siempre sirve de causa para explicar el que le sigue, de forma que en todo momento rige una ley que dicta como un estado debe suceder a otro. Sobre esta base, Heller despliega una serie de deducciones y argumentos para mostrar que cuanto existe ostenta una naturaleza matemática y concluir que la inteligibilidad de ésta por parte del ser humano constituye la prueba circunstancial de la existencia de Dios.

Eso sí, sus razonamientos arrancan de una toma inicial de partido por la opción 1, a partir de la cual se desarrolla y adquiere consistencia la demostración matemática. Y el sacerdote reconoce que su inclinación por la alternativa 1 no admite justificación científica, salvo, cabe apuntar, la vía indirecta de la reducción al absurdo de la opción 0: De de la “nada” no puede surgir nada (cero es igual a cero por más dígitos que contenga el número por el que lo multipliquemos) y, mucho menos, el grandioso y multifacético Omniverso –el Universo en sus múltiples planos y dimensiones- del que somos parte. Expresado de otra manera, el infinito tiene que ser el productor de lo finito, aunque sea imposible determinar un momento en el tiempo en el que la producción no haya tenido ya lugar.

Por tanto, la decantación por la alternativa 1 no es una elección racional en sentido estricto, sino fundamentalmente irracional, es decir, sensitiva e intuitiva, que emana de nuestro interior cuando late la profunda convicción e íntimamente se intuye que siempre existió “algo”; y ese algo es Dios. Lo que no significa ni que el intelecto humano no pueda acercarnos al conocimiento sobre Dios ni que espiritualidad y ciencia caminen por sendas antagónicas, como hoy se opina de manera tan mayoritaria como obtusa.

La inteligencia humana es fruto de miles de millones de evolución. Sería absurdo pensar que un proceso tan prolongado y apasionante tiene como resultado algo carente de capacidad para discernir sobre la Divinidad y sus atributos y acercarnos a Dios mismo. Todo lo contrario, nuestro intelecto facilita ese discernimiento y ese acercamiento y así lo han experimentado muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia.

Lo que tiene su reflejo en la interacción entre espiritualidad y ciencia ya abordada en epígrafes anteriores: Los saberes espirituales abren las puertas a innovaciones científicas y éstas confirman aquellos y coadyuvan a su mejor interiorización. Así fue en culturas arcaicas. Y así se comprueba en la actualidad cuando una serie de avances científicos –física cuántica, ciencia de partículas, teoría de cuerdas, física de la vibración, astrofísica del big-bang,…- están evidenciando lo atinado de reflexiones trascendentes que pertenecen al acervo cultural y espiritual de la humanidad.

Un acervo que tiene como pilar el intelecto humano y que, por milenios, se ha plasmado en una gran variedad de escuelas y corrientes filosóficas y teológicas, pero que arranca de una convicción atávica sobre la existencia de un Creador y una concepción primigenia acerca de sus atributos. De ella, probablemente, han bebido la globalidad de las religiones hoy vigentes, adaptando a lo largo de los siglos esa base común a cada realidad social, educativa y geográfica.

Todo esto está asociado, a su vez, con la Fe, que no sabe de iglesias ni de credos, sino que es el suplemento de Conocimiento que nos proporciona la Relevación interior a la que todos tenemos acceso. Y con una práctica cotidiana de la misma que hay que procurar que sea cada vez más intensa, lo que confirmará en el día a día la radical veracidad de lo que aquella anuncia.

El Todo es Mente; el Universo es mental

Tanto las religiones tradicionales como la ciencia actual peciben la existencia de una realidad substancial que permanece oculta bajo la apariencia de lo que se ve. Y le han otorgado denominaciones muy distintas: Ser Uno, Dios, Materia, Fuerza, Energía,… Para muchos seres humanos de hoy y de ayer esta presencia fija y subyacente es evidente “per se”, por simple intuición. Como escribió Hermes Trismegistos, “más allá del Cosmos, del Tiempo, del Espacio, de todo cuanto se mueve y cambia, se encuentra la Realidad Substancial, la Verdad Fundamental”.¿De qué esta “hecha”?. Tan fácil como complejo: Su naturaleza es mental.

Los últimos avances científicos, particularmente el inmenso campo de la realidad virtual abierto por la revolución tecnológica, ofrecen recursos antes impensables para comprender tal respuesta. Lo que se resume en la afirmación del El Kybalion expuesta páginas atrás: “El Todo es Mente; el Universo es mental”. Mental es el origen del Omniverso -infinito y multidimensional- y su naturaleza intrínseca; mental es la esencia innata de todos los cuerpos, objetos y seres que lo pueblan; mental es la Matriz donde todo existe y se sostiene, desenvolviéndose en permanente expansión para reconstituirse de nuevo sin pérdida de sustancia primigenia. El resultado es un Cosmos armonioso y perfecto donde la vida fluye por doquier y la muerte es un imposible.

Concentración y expansión en el proceso de creación mental

La totalidad del Omniverso multidimensional y cuantas cosas, elementos, organismos y criaturas lo conforman dimanan de una única realidad, de una Identidad Universal que siempre ha existido y siempre existirá. La sabiduría hermética la denomina Todo o Ser Uno, al que describe como mente infinita, eterna y omnipotente que es sostén de cuanto existe y de la que todo surge a través de un espectacular proceso de creación mental.

¿Cómo crea mentalmente el Ser Uno?; ¿puede el entendimiento humano acercarse a tamaño conocimiento?. Pues puede hacerlo mediante la aplicación del principio hermético de reciprocidad o correspondencia que afirma: “Como es arriba, es abajo; como es abajo, es arriba”. No se quiere indicar con ello que el arriba y el abajo sean iguales, sino que presentan una analogía que puede ser indagada y comprendida por la inteligencia humana. Una inteligencia, hay que resaltarlo nuevamente, que cuenta con dos fuentes de saber igualmente valiosas y que debieran estar absolutamente hermanadas y coordinadas en la acción intelectiva de las personas: la racional, a través, de los cinco sentidos físicos y del pensamiento (auténtico sexto sentido); y la irracional, mediante la intuición, la sensibilidad y la emotividad.

A la citada analogía se refiere, por ejemplo, el libro del Génesis, cuando especifica: “Creo Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creo (1,27)”. No se señala en este versículo bíblico que Dios y la persona sean iguales, sino que se usa una expresión, “imagen”, que nos conduce al ámbito de lo analógico, esto es, a la presencia de atributos semejantes derivados de un hecho crucial: Dios crea al ser humano en su mente y la propia existencia de éste se gesta y se sostiene en la mente de Dios. Por esto mismo, la persona, como el resto de lo creado, se haya manifestado o no (se abordará más adelante el significado de esta diferenciación básica), también participa esencialmente de la naturaleza Divina del Ser Uno.

En este orden, la utilización de la analogía nos aproxima a las características y contenidos de la creación mental característica del Ser Uno. Así, para empezar, sabemos que la mente humana crea de manera natural, como lógica derivación de su constitución innata. Pues bien, por su propia esencia y en su escala de mente infinita y eterna, el Todo también crea mentalmente de forma connatural. ¿Cómo exactamente?. Analógicamente a lo que ocurre con el ser humano cuando, en su modesta escala, crea mentalmente (el autor que escribe una novela, por ejemplo), el proceso de creación llevado a cabo por el Todo es un acto único en el que, sin embargo, se pueden distinguir varias acciones:
· Lo primero es una extraordinaria concentración mental (por seguir con el ejemplo, la concentración del autor de la que nace la trama básica de la novela y sus personajes). Esta concentración es la que, como ya se ha reseñado, corresponde a la Consciencia que caracteriza a la Divinidad. Tal es la plenitud del estado de consciencia divino que se configura en el Principio Único, en la idea misma de la creación.

· Inmediatamente, tras la concentración, deviene la expansión de la idea, del Pensamiento (el desarrollo del argumento de la novela y sus detalles). De esta explosión mental nace todo cuanto existe. Recuerde lo ya enunciado sobre quietud y movimiento: la quietud de la concentración en Consciencia absoluta conlleva movimiento en forma de un Amor que se expande en vibratoria y energéticamente.

· Y, por fin, del desenvolvimiento del Pensamiento, emanado del Principio Único, surge el Omniverso, en sus múltiples dimensiones, y todos y cada uno de sus componentes (la novela como tal).

Llegados a este punto, es importante detenerse en dos aspectos que son consustanciales a la creación mental como tal, ya sea la generada por la limitada razón humana o la producida en la omnipotente mente que es el Todo:

· Las ideas o pensamientos dimanados de la creación mental carecen de materialidad. Así, en el caso de las personas, sabemos que aunque los personajes, objetos y situaciones de la novela de nuestro ejemplo adquieran una cierta apariencia de vida y personalidad propia, la verdad es que todos son pensamientos nacidos en la mente humana y sostenidos dentro de ella (verbigracia, Don Quijote de la Mancha puede aparentar vida y perfil propios, pero “él” no es sino una idea o pensamiento de la mente creativa de Cervantes: Don Quijote nunca “ha existido”, Cervantes sí). Son y están en lo único verdaderamente existente, la Identidad Universal, la mente del Todo o Ser Uno.

· La creación mental, de esencia inmaterial, origina ineludiblemente en paralelo procesos vibratorios que sí se plasman en materialidad. Concretamente, la creación mental que acometemos las personas, siendo inmaterial (nuestra mente engendra pensamientos, pero, obviamente, no objetos materiales en sí), va acompañada de un efecto físico conocido por la ciencia actual: Pequeñas descargas vibratorias, que se producen al unísono y como consecuencia del mismo acto de pensar. De manera analógica, la explosión mental del Todo provoca una descomunal onda expansiva en la que se desparrama el Pensamiento Divino, pero que también genera una colosal marea vibratoria estrechamente asociada al desenvolvimiento de ese Pensamiento. Dada su enormidad, semejante marea ocasiona enormes campos vibratorios integrales que se reproducen constantemente conforme el Pensamiento se desencadena en su infinitud. En estos inmensos campos vibracionales tienen lugar gigantescos movimientos, interferencias y solapamientos ondulares y gravitatorios de los que surgen los mundos, esto es, la base material del Macrocosmos y sus diversos componentes -cuerpos, objetos,…- que nuestros sentidos físicos conocen y constituyen el Universo en toda su belleza y grandiosidad.

Todo proviene, por tanto, del Principio Único. Y todo a Él retorna en un estado cuasi-perfecto de super evolución tras un desarrollo de múltiples experiencias polifacéticas viviendo una cadena de existencias y mundos sucesivos. Y es que la concentración y expansión mental culmina con un tercer proceso, que es la absorción. Se trata de un camino de retorno -de eones de tiempo, en la concepción humana de éste- hacia la Identidad común de la que emanaron.

Ser Uno. Principio Único (Padre) y Pensamiento (Hijo)

Resumiendo lo que se acaba de reseñar, una concepción ancestral nos habla, con denominaciones diversas, del Ser Uno: increado, eterno e infinito; Vibración pura e inagotable; Luz insustenta e ilimitada.; que siempre fue, es y será, más allá del tiempo y del espacio. Él es Todo; Todo es Él. Su naturaleza es Mental y absolutamente Creadora.

El Ser Uno crea mentalmente de modo innato, no por necesidad ni por motivación u obligación alguna, sino porque es su esencia radical, porque Él es Amor. Todo lo que es, se percaten o no de su existencia los sentidos físicos humanos, en su mente se ha originado; sólo en ella existe, se sostiene y desenvuelve. Por un lado, la Creación representa la producción de todo lo que existe, sea o no percibido por nuestros sentidos; por otro, explica y garantiza la continuidad de lo producido, que se debe en todo momento al poder sustentador del Creador.

El Ser Uno es, por tanto, Principio Único de Todo, origen, guía y meta de cuanto existe. En la terminología del cristianismo, que constituye la religión de referencia en el ámbito cultural occidental, es el Padre (y Madre) de todo lo que es y existe, en cualquier plano o dimensión. Como mente infinita y eterna, opera, aunque a una escala omnipotente, de manera análoga a nuestra limitada mente humana: El “como es arriba es abajo, como es abajo es arriba” del principio hermético de correspondencia. De ahí que sea factible inferir que el Principio Único crea mentalmente generando Pensamiento.

El Pensamiento, por tanto, no es increado, pues emana mentalmente del Principio Único y en su mente permanece y se sostiene. Esto marca una sustantiva distinción entre el Principio Único, que sí es increado, y el Pensamiento. Pero, éste por lo demás, disfruta del resto de las cualidades del Principio Único (infinito, imperecedero, vibración pura,…) y se despliega en un presente eterno, fuera del tiempo y del espacio. Volviendo a utilizar una expresión cristiana, el Pensamiento es el Hijo del Principio Único y comparte los atributos del Padre/Madre, hecho está a su imagen y semejanza.

Como ocurre al ser humano, el Hijo debe al Padre/Madre su existencia, mas recordando siempre que es una extensión de él –genética en el caso humano, de calidad mental y vibratoria en la Divinidad- y que la naturaleza del Padre/Madre es Creadora, por lo que el Hijo es el fruto lógico de la propia esencia paterna y del Amor que surge en la concentración plena que corresponde la Consciencia Divina. Igualmente, así como el padre/madre humano ama a su hijo/a y viceversa, así, en una dimensión incomparablemente superior, el Principio Único ama al Pensamiento, y viceversa. El Amor nace de la Consciencia plena de la Divinidad. La escala infinita de este amor mutuo lo hace de tal calado que unifica al Padre y al Hijo y ambos, con cualidades afines, se funden en el Ser Uno.

En definitiva, el Principio Único es más que el Pensamiento, pues es quien lo engendra mentalmente, pero el Pensamiento está en el Principio Único, pues sólo en su mente existe y se despliega, y comparte su cualificación mental, vibracional y eterna. Esto explica la radical veracidad de dos aseveraciones de Jesús recogidas en el Evangelio de San Juan y que aparentan ser contradictorias: “Yo (Hijo) estoy en mi Padre”, por un lado, y “el Padre es más que yo (Hijo)”, por otro (Juan, 14,20 y 14,28, respectivamente). También esclarece otra afirmación de Jesús en el mismo Evangelio: “Si me conocéis a mí (Hijo), conoceréis también al Padre” (Juan, 14,7).

Pero si el Principio Único es de naturaleza mental y el Pensamiento que genera comparte esta naturaleza, ¿cómo y de dónde surge la materia que conforma el mundo que nos rodea y nuestro propio cuerpo?.

El Verbo

Para resolver este interrogante hay que empezar retomando el reiterado principio hermético de correspondencia. Y constatar que la ciencia muestra que cuando la mente humana piensa produce, junto al pensamiento y en paralelo a él, pequeñas ondas vibracionales, casi imperceptibles, ligadas de manera natural al pensamiento y distintas, a su vez, del mismo.

Pues lo mismo ocurre, aunque en un escalafón incomparablemente superior, cuando el Principio Único crea mentalmente: Asociadas al Pensamiento y su desenvolvimiento, aunque con identidad propia, emanan ondas vibracionales. Se trata del Verbo al que hacen mención diversas religiones. La principal diferencia con el caso humano radica en la intensidad y volumen, ya que estas ondas anexas al Pensamiento Divino son de extraordinaria magnitud y calado.

Tan ingentes y colosales son que producen entre sí interacciones, interferencias e influencias gravitacionales de extrema y gigantesca envergadura, que se conjugan y condesan en incontables campos y nodos que adoptan muy distintas cotas y frecuencias vibratorias. De este modo, del Verbo y su despliegue surge una amplísima gama de niveles vibracionales de mayor o menor condensación y, por ende, de superior o inferior intensidad vibratoria.

Por tanto, del Principio Único emana tanto el Pensamiento como el Verbo. Ambos son creación Divina, aunque entre los dos hay notables diferencias.

El plano de lo “No Manifestado” y el plano de lo “Manifestado”

No en balde, el Pensamiento es fruto de la actividad creadora innata del Principio Único y comparte su elevadísimo rango vibratorio y cualidad mental. Por esto configura el denominado plano de lo “No Manifestado”, igualmente conceptualizado como Hijo o Espíritu de Dios, situado más allá del tiempo y del espacio.

En cambio, el Verbo, aunque también sea generado por el Principio Único, surge ligado al Pensamiento, asociado él. Y cuando el Verbo se despliega, las ondas y campos vibracionales que lo constituyen se condensan en muy distintos y cuantiosos niveles vibratorios, pero que en ningún caso disfrutan de la altísima gradación vibracional del Principio Único y el Pensamiento, conformando el plano de lo “Manifestado”.

Es tal la variedad de niveles vibratorios generados por el desenvolvimiento del Verbo que, para su mejor entendimiento por la mente humana, es conveniente subdividir el plano de lo Manifestado en “manifestaciones intangibles” y “manifestaciones tangibles”.

Las primeras son las que dimanan de condensaciones vibracionales débiles, por lo que se mantienen en la esfera de lo inmaterial (al menos desde la perspectiva de nuestros cinco sentidos) y gozan de una notable viveza vibratoria. Por el contrario, las manifestaciones tangibles derivan de condensaciones vibracionales fuertes, por lo que conforman la materia que nuestros sentidos son capaces de percibir, con una reducida frecuencia vibracional. Es en estos últimos niveles donde tiempo y espacio ganan protagonismo.

La materia

La materia, pues, surge del Verbo, del desenvolvimiento y condensación del mismo que constituye el plano de lo Manifestado. Y, dentro de éste, aparece en los nodos y campos vibratorios donde la condensación es alta y, por ende, el nivel vibratorio es bajo. Y será tanto más densa cuanto mayor sea la condensación y menor su grado de vibración.

Surgida de este modo, la materia ha evolucionado en cada rincón del Universo hasta configurar el prodigioso Cosmos que nos rodea, el Sistema Solar y el planeta en el que vivimos y todo lo que en él hay, incluido la especie humana. Por tanto, el Verbo, las ondas vibracionales que el Principio Único produce al crear Pensamiento, está en la razón de ser de toda la materialidad existente, desde la estrella más remota a nuestro cuerpo físico. Se entiende así que el Evangelio de San Juan arranque con estas palabras: “Al principio era el Verbo; y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1,1).

La ciencia actual, al indagar en partículas subatómicas y vislumbrar que hay algo abstracto -energía, fuerza,…- bajo la superficie de cualquier manifestación tangible, se está acercando a esta gran verdad en la que desaparece la torpe confrontación entre ciencia y espiritualidad que confunde todavía a la humanidad: La existencia en lo más íntimo y profundo de cualquier manifestación de una realidad de naturaleza vibratoria ligada al Amor innato en la Creación. Esto es así tanto en la más densas de las manifestaciones tangibles o materiales –subyace en ellas una vibración de muy baja frecuencia por la fuerte condensación del Verbo- como en las modalidades de existencia más sutiles, intangibles o inmateriales –su realidad subyacente es de alta gradación vibratoria al ser débil la condensación- y que no son perceptibles por nuestros sentidos.

Por tanto, la materia también es creación Divina. No obstante, su nivel vibratorio es escaso, tanto menor cuanto mayor sea su densidad, en comparación con el Principio Único y el Pensamiento y carece de otras muchas de las cualidades de éstos. Debido a ello, escritos religiosos pretéritos, como el Génesis, se refieren a la materia como las “Tinieblas”, diferenciándola de la “Luz” que identifica la alta vibración del Padre y el Hijo. Lo que no significa, como se desarrollará posteriormente, que la materia sea el “Mal”, pues no puede haber maldad en lo que es creación Divina. Sencillamente, ostenta las características y condiciones que le corresponden en función de su baja vibración por la intensa condensación del Verbo.

La Unidad Divina

Hay que insistir en que todo existe y se sostiene en el Ser Uno: Todo es Él y permanece en Él; nada hay fuera ni distinto de Él. Es la Unidad Divina (Todo, Identidad Suprema). En coherencia con ello, el plano de lo No Manifestado (Pensamiento o Espíritu) y el de lo Manifestado (Verbo) están plenamente y radicalmente inmersos en la Unidad Divina. Y dentro de ésta, cada uno de ellos configura, a su vez, una unidad.

Específicamente, el Espíritu o Pensamiento, como ocurre con el pensamiento de un ser humano, aunque tenga distintas plasmaciones (ideas, conceptos,…), en verdad es uno. E igualmente, uno es con el Principio Único que lo engendra, ya que el Hijo es uno con el Padre –“Yo (Hijo) y el Padre somos uno” (Juan, 10, 30)- y comparte sus cualidades de eternidad, inalterabilidad, infinitud y vibración pura.

En cuanto al plano de lo Manifestado, también conforma una unidad, pues todas las manifestaciones, las intangibles y las tangibles, son fruto de la condensación de las ondas vibracionales asociadas al Pensamiento Divino, distinguiéndose entre sí sólo por el nivel de condensación y, en consecuencia, la frecuencia vibratoria.

Nuestros sentidos corporales carecen de capacidad para notar la existencia del plano de lo No Manifestado. En cuanto al de lo Manifestado, sólo perciben las manifestaciones tangibles, pero no las intangibles. Y lo hacen sin percatarse de que todas estas manifestaciones (incluida la materia y nuestra realidad física como seres humanos) pertenecen y se integran en la unidad energética y vibracional del Verbo, sostenido y existente, a su vez, en la Unidad Divina del Ser Uno.

Esto tiene importantes implicaciones en nuestra vida cotidiana. En otros epígrafes del texto se profundiza en ellas. Baste aquí con subrayar que, por lo que se acaba de señalar, cuando el ser humano no abre otras puertas de acceso al Conocimiento (intuición, meditación, sensibilidad,…), confiando exclusivamente en lo que sus limitados cinco sentidos le enseñan, se condena a vivir ajeno a su verdadero ser, que, como ahora se verá, pertenece al plano de lo No Manifestado. Igualmente, limita su visión del Universo a sólo una parte del plano de lo Manifestado, las manifestaciones tangibles, ignorando las de carácter inmaterial. Y, finalmente, cae en el error de creer que las manifestaciones materiales, en general, y su propia entidad física, en particular, son realidades separadas, individuales e, incluso, dotadas de una identidad singular o personalidad.

Tamaña falacia introduce a hombres y mujeres en un mundo ilusorio (“maya”) de muy reducido grado de consciencia y que en nada coincide con lo Real, convirtiendo su existencia en una estéril búsqueda sin objeto entre apegos materiales y deseos vanos, con la muerte como amenaza constante y aciago final.

La Inmanencia de Dios

Como se ya se ha remarcado, el plano de lo No Manifestado es creación Divina y Dios mismo, pues es vibración pura y participa de las cualidades del Principio Único. En cuanto al plano de lo Manifestado, es igualmente obra Divina, tanto las manifestaciones intangibles como las tangibles, pero no es vibración pura, sino asociada al Pensamiento y en condensación, y no comparte las cualidades del Principio Único. No obstante, el acto de Amor que la Creación representa, su portentosa envergadura, logra que lo Manifestado –y la materia dentro de él, a pesar de su corporeidad física- también cuente con la presencia de Dios con sus todos sus atributos. En este maravilloso hecho consiste la Inmanencia de Dios.

Para entender su contenido e implicaciones, resulta útil constatar que el Diccionario de la Academia Española de la Lengua aconseja el uso del término “inmanente” para referirse a lo “que es inherente a algún ser o va unido de un modo inseparable a su esencia”. Para poder aplicar esta definición a la Inmanencia de Dios hay que reiterar que todo es creado, existe y se sostiene en el Ser Uno. Por lo mismo, su presencia ha de estar, de forma inherente o subyacente, en todo lo que en su mente se ha generado y permanece. No puede ser de otra manera.

En el caso humano, cada uno de nosotros estamos en la totalidad de las ideas y conceptos que creamos mentalmente y en nuestra mente se sustentan; lo contrario es un imposible. Por ejemplo, el autor de una obra literaria (verbigracia, Miguel de Cervantes) puede crear un personaje (Don Quijote) que en su mente pasa a tener un determinado perfil y características, que volcará en las páginas del libro. Pero es obvio que en el personaje así creado está el autor de manera inherente por medio de su pensamiento (en Don Quijote está Cervantes, su mente, su pensamiento).

Análogamente, aunque en una escala gigantesca, sucede en el Ser Uno. Lo Manifestado es y existe en su mente. De ahí que Dios esté presente en la esencia de todas las manifestaciones, intangibles o tangibles, mediante su Pensamiento. Así, la Inmanencia de Dios se produce por la presencia subyacente de lo No Manifestado (Pensamiento) en lo Manifestado (Verbo): En toda manifestación, inmaterial o material, está Dios a través del Pensamiento, su Espíritu.

Estas reflexiones desembocan en la conclusión de que todas las modalidades de existencia procedentes de la condensación del Verbo -manifestaciones intangibles y tangibles- ostentan en verdad una doble dimensión, aunque dentro de la Unidad: La manifestada en sentido estricto, de limitada gradación vibracional (por ejemplo, la materia que perciben nuestros sentidos, como nuestro cuerpo físico); y, de manera inherente, otra no manifestada o espiritual, de elevadísima frecuencia vibratoria (que por ello no es percibida por los sentidos).

Lo que “es” y lo que “no es”: La “paradoja de consciencia”

Dentro del plano de lo Manifestado, las manifestaciones tangibles o materiales, por su fuerte condensación y débil grado vibratorio, están sujetas a las reglas del tiempo y el espacio. Y son mutables y muy efímeras en comparación con la inalterabilidad y eternidad que caracterizan al plano de lo No Manifestado. Esto ha provocado que escritos religiosos ancestrales identifiquen lo material como lo que “no es”, dada su existencia fugaz; y lo No Manifestado como lo que “es”, debido a su perpetuidad e inmutabilidad.

Ante ello, se produce una curiosa paradoja: Nuestros sentidos físicos perciben las manifestaciones materiales, englobadas en lo que “no es”, pero, por su elevadísimo rango vibratorio, no se percatan de lo No Manifestado, que realmente “es”.

Aplicado a los seres humanos, el cuerpo físico es el resultado de la evolución durante miles de millones de años de la materia surgida de la condensación de la vibración asociada al Pensamiento Divino. Además, contamos con la presencia inmanente del propio Pensamiento, Espíritu de Dios. Lo primero nos proporciona una dimensión material, de baja frecuencia vibracional, que “no es” debido a su condición extremadamente efímera; lo segundo nos otorga una dimensión espiritual, de altísima gradación vibratoria, perteneciente a lo que “es” por ser eterna e inalterable. Sin embargo, nuestros sentidos físicos perciben de nosotros mismos lo que “no es” (lo que “no somos”), mientras que no se percatan de la existencia de lo que realmente “es” (lo que en verdaderamente “somos”).

La ignorancia acerca de esta paradoja, que es una auténtica “paradoja de consciencia”, hace que numerosas personas olviden su espectacular dimensión espiritual (Pensamiento, Hijos de Dios, Dios mismo) y pasen sus días de existencia física en el falso convencimiento de que eso es todo lo que son, cuerpo o materia sometido a la tiranía de los apegos materiales y, finalmente, de la muerte. Tal es el nivel de inconsciencia y de desconocimiento de sí mismo al que el ser humano puede llegar.

El “Espíritu Santo” y la “convivencia vibracional”

Se han hecho numerosas referencias hasta aquí tanto al Principio Único como al Pensamiento; y a como ambos comparten atributos y pureza vibratoria y son Dios mismo. Ahora bien, ¿qué es el “Espíritu Santo” que completa la naturaleza trina de Dios (Ser Uno), propugnada por el cristianismo y otras creencias, junto con el Padre (Principio Único) y el Hijo (Pensamiento)?. Expuesto sin ambages, el Espíritu Santo es la plasmación efectiva y concreta de la Inmanencia de Dios en cada una de las manifestaciones, intangibles o tangibles, que conforman lo Manifestado.

Como se ha reseñado, la Inmanencia es la presencia inherente de lo No Manifestado (Pensamiento) en lo Manifestado (surgido por la condensación del Verbo). Pues bien, estamos ante el Espíritu Santo cuando realmente y de modo específico se produce esa presencia del Pensamiento o Espíritu Divino en cualquier manifestación concreta, sea inmaterial o material, de las prácticamente infinitas que configuran el plano de lo Manifestado.

Ya se señaló que el Pensamiento o Espíritu es uno. Y que las manifestaciones, por cuantiosas que sean, constituyen una unidad en lo Manifestado. Aún así, las manifestaciones admiten una diferenciación entre sí debido a sus múltiples y distintos niveles de condensación y frecuencia vibracional. Por esto, aunque la Inmanencia de Dios es global y total (en lo Manifestado se haya inherente lo No Manifestado), hay también que contemplarla en términos de presencia efectiva del Pensamiento en cada una de esas manifestaciones. Valga como ejemplo el aire que respiramos, que obviamente es uno, pero que alienta en particular a cada persona o animal que lo inspira. Analógicamente, siendo uno el Pensamiento o Espíritu, su presencia específica en cada manifestación concreta, inmaterial o material, es el Espíritu Santo (en coherencia con el ejemplo anterior, se entiende que haya religiones que describen al Espíritu Santo como el “aliento” de Dios, que es Uno, pero que ánima cada individuo o modalidad de existencia).

Por supuesto, todo esto es aplicable a cada uno de los componentes del mundo material que los cinco sentidos detectan y a nosotros mismos en nuestra dimensión física. El Pensamiento, de elevadísimo rango vibratorio, radica de forma inmanente tanto en la materia que nos rodea como en la que nos constituye corporalmente. Una materia de reducida gradación vibratoria que es “iluminada” por la vibración pura del Pensamiento, por la Luz de Dios.

Es la lógica de Amor de la Creación y esto es lo que indica la figura del Espíritu Santo: La presencia subyacente del Espíritu Divino en el plano de lo manifestado y, por supuesto, en cada ser humano. El cristianismo lo expresa simbólicamente cuando describe al Espíritu Santo como llama o chispa viva del Espíritu de Dios que “desciende” sobre nosotros; a los reducidos niveles vibratorios de la materialidad baja el Espíritu para que se haga la Luz en las Tinieblas. Algunas tradiciones religiosas denominan a esto “encarnación”.

Se comprende así la naturaleza trina de Dios (Ser Uno): Padre (Principio Único); Hijo (Pensamiento, con las mismas cualidades vibratorias que el Principio Único y, por ello, Espíritu de Dios, Dios mismo); y Espíritu Santo (presencia inmanente de Dios, a través de su Pensamiento o Espíritu, en cada manifestación, inmaterial o material, surgida por la condensación del Verbo –la vibración que va asociada al propio Pensamiento -).

Asistimos con todo ello a una extraordinaria “convivencia vibracional”. Porque, aún siendo una unidad en el ámbito de lo Manifestado, todas las manifestaciones, inmateriales o materiales, tienen su propia identidad en función del grado de condensación y la frecuencia vibracional resultante. Y todas cuentan, a su vez, con la presencia inmanente del Espíritu de Dios. De lo cual se deduce que las manifestaciones ostentan una doble dimensión vibratoria: La “dimensión manifestada” en sentido estricto, de limitada gradación vibracional (por ejemplo, la materia que perciben nuestros sentidos o nuestro cuerpo físico); y, de manera inherente, otra “dimensión no manifestada” o espiritual, de elevadísima frecuencia vibratoria (de la que por ello nuestros sentidos no se percatan).

La Inmanencia, la presencia subyacente de lo No Manifestado en lo Manifestado, provoca esta íntima alianza o convivencia vibracional entre la vibración pura e infinita del Pensamiento -Hijo de Dios, Espíritu Divino, Dios mismo- y la limitada gradación vibratoria de lo Manifestado.

La Ley de Entropía aplicada a la convivencia vibracional

Todo lo descrito es primoroso. Y es el preámbulo de algo todavía más radiante: La Inmanencia de Dios en la materia posibilita la transformación vibracional de la materia misma mediante la elevación de sus cualidades vibratorias por encima de lo que a la materialidad corresponde y hacia niveles de rango espiritual.

Al Amor de Dios no le basta con que la materia sea su creación; ni siquiera con su Inmanencia en ella. El Amor es tal que logra más: Por medio de la Inmanencia, activa una dinámica dirigida a elevar la materia y absorberla en la esencia Divina multiplicando su frecuencia vibratoria. En el lenguaje cristiano, el Padre (Principio Único) envía a su Hijo (Pensamiento) para que se encarne (Espíritu Santo) en el mundo (convivencia vibracional) y resucite la carne (materia), consiguiendo que ésta suba al Cielo (el incremento de la gradación vibratoria de la materia hacia escalas divinales).

¿Cómo sucede algo tan extraordinario?. Es sencillo de comprender, ya que tiene su punto de partida analógico en la conocida Ley de Entropía: La que se enseña en el colegio a propósito de la mezcla de agua fría y caliente y como la masa acuosa resultante de la combinación de ambas alcanza una temperatura intermedia, por pérdida de energía calorífica del agua caliente a favor de la fría. Pues, de forma semejante, la presencia del Espíritu (Pensamiento de alta gradación vibracional) en la materialidad provoca una sustancial rebaja en el nivel vibratorio de aquel como consecuencia del encuentro con la reducida frecuencia vibracional de la materia.

Sin embargo, a diferencia del ejemplo del agua, en el operar Divino no termina aquí el proceso. Y es que el Espíritu es Hijo de Dios, Dios mismo, con sus cualidades. Entre estas, dos deben ser enfatizadas aquí: Dios es inalterable (su esencia y naturaleza no pueden ser modificadas); y Dios es vibración pura (su frecuencia vibratoria es infinita).

Por lo primero, no es factible que el Espíritu altere su esencia. Lo que supone que el Espíritu no puede “mezclarse” con la materia. Estará inherente en ella, pero mantendrá plenamente su identidad y su condición a pesar del bajón vibracional provocado por el encuentro con la materialidad. En el ejemplo del agua, es como si las dos masas de agua, la caliente y la fría, se mantuvieran en contacto, pero sin mezclarse, conservando cada una su identidad a pesar de la pérdida de energía calorífica de la caliente a favor de la fría.

Y por lo segundo, al ser infinita la gradación vibratoria del Espíritu, la bajada de ésta es más circunstancial y aparente que real, pues su frecuencia vibracional seguirá siendo infinita por más merma que le cause el encuentro con la materialidad: Infinito – x = infinito, por elevada que sea x. Siguiendo con el caso del agua, es como si la caliente estuviera vinculada a una fuente de energía que le permitiera volver a calentarse permanentemente, superando así el transitorio menoscabo promovido por el contacto con el agua fría.

De lo que se acaba de enunciar se desprende que el declive vibracional del Espíritu es un estadio más ficticio que real y, desde luego, transitorio, producto sólo del primer impacto provocado por la convivencia vibratoria con la materia. Pero, tras el mismo, el Espíritu podrá ir recuperando la intensidad vibratoria que por esencia y naturaleza le corresponde (en próximos epígrafes se examinará exactamente cómo, ligado a la elevación en el grado de consciencia). En paralelo, la materia multiplicará su capacidad vibratoria gracias al contacto con el Espíritu derivado de la Inmanencia de Dios en ella (el agua caliente, al volver a calentarse constantemente, terminará elevando hacia su nivel calorífico al agua fría con la que está en contacto).

Por tanto, la convivencia vibracional es un entrañable e inmenso acto de Amor. Gracias a ella, el plano de lo Manifestado (manifestaciones intangibles y tangibles), originado a partir del Verbo (la gigantesca vibración, que se condensa, ligada al Pensamiento o Espíritu Divino), goza de la Inmanencia de Dios mismo. Y una vez superada por el Espíritu la pasajera rebaja vibratoria como consecuencia del encuentro con la materia, ésta ira ganando gradación vibratoria por el don de la inagotable fuerza vibracional del Espíritu. Metafóricamente, la Luz habrá vencido a las Tinieblas; y la carne resucitada (la materia vibracionalmente activada por el contacto con el Espíritu) ascenderá a los Cielos. Como señala Jesús: “Yo he venido al mundo como Luz, para que todo el que cree en mi no quede en las Tinieblas (…) No he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo” (Juan, 12,46-47).

¿Y el alma?

Recapitulando acerca de esta interacción divinal entre lo No Manifestado y lo Manifestado y, en concreto, entre Espíritu y materia, el proceso arranca con la convivencia vibracional entre ambas dimensiones debido a la Inmanencia de Dios en el plano de lo Manifestado. Continúa con la pérdida de fuerza vibratoria por parte del Espíritu al entrar en contacto con la materia. Sigue con la recuperación gradual de esa fuerza, dado que la vibración del Espíritu es en realidad infinita, y la paulatina transmisión de la misma hacia la materialidad. Y concluye cuando el Espíritu alcanza la elevadísima frecuencia vibracional que le es propia y contagia y eleva hacia ella a la materia.

Para completar la descripción de tan apasionante obra celestial sólo falta un protagonista: El alma.

Se ha señalado antes que, en el contexto de la convivencia vibracional, el Pensamiento o Espíritu no puede mezclarse con la materia, pues, al ser Hijo de Dios y Dios mismo, es inalterable y su esencia y naturaleza no pueden ser modificadas. De ahí que se haya hablado de encuentro o contacto entre Espíritu y materia, pero no de mezcla. Mas en verdad tampoco hay contacto en sentido estricto, pues es tan descomunal la diferencia de planos vibratorios que, en caso de que existiera contacto directo, la materia sufriría enorme distorsiones que la desintegrarían y bloquearían su evolución física y biológica, anulando cualquier posibilidad de desarrollo de formas de vida dentro de la materialidad, verbigracia el ser humano.

Por esto, la plasmación de la Inmanencia de Dios en lo Manifestado -en lo que ahora ocupa, la conexión entre Espíritu y materia- va unida a la generación natural y automática de un vínculo trascendente de acoplamiento y enlace entre ambos planos, también de perfil vibratorio, que algunas religiones llaman alma. Su función, coloquialmente enunciado, es tanto de bisagra como de batería energética.

Por un lado, el alma juega figuradamente el papel de bisagra, pues ensambla, amortigua, hace factible y canaliza la convivencia vibracional entre Espíritu y materia, permitiendo que entren en contacto no de modo directo (pared con pared, si se permite la expresión), sino a través de ella.

Y, por otro, el alma actúa de batería, ya que, en la transmisión de potencia vibratoria desde el Espíritu a la materia, el alma, “adherida” a ésta, hace de acumulador de la misma, evitando que la fuerza vibratoria del Espíritu trastoque las propiedades físicas y las funcionalidades biológicas que a la materia corresponden.

Por esto, el alma será testigo de excepción de como el Espíritu, conforme va recobrando frecuencia vibracional tras la rebaja provocada por su conexión subyacente con la materia, dirige hacia ésta su fuerza vibratoria, con la intermediación del alma. Ésta canalizará esa fuerza hacia ámbitos de la materialidad no ligados a las condiciones de su corporeidad y operar biológico (que, no obstante, también se verán indirecta y moderadamente afectados), sino a otras esferas funcionales relacionadas con las propiedades y características de su comportamiento, conducta y voluntad. Es decir, hacia planos donde, por su naturaleza, la materia, una vez alcanzado determinado nivel evolutivo y de capacidad mental, se desenvuelve bajo criterios de libre albedrío.

Como se expuso en su momento, la elevación del grado de consciencia conlleva un avance en el estadio de conciencia en el que se viven nuevas experiencias dirigidas a volver a aumentar el nivel de consciencia. Y si, en función de éste, la materia reacciona positivamente haciendo suya la fuerza vibratoria transmitida, se originará un efecto de retroalimentación vibracional desde la materia al Espíritu, otra vez con la mediación del alma, que impulsará en el Espíritu un nuevo incremento vibratorio, repitiéndose el proceso descrito. Se trata de la “dinámica vibratoria interactiva” que se examina en el próximo apartado con mayor detalle para el caso concreto del ser humano y que ya se examinó en capítulos precedentes, desde una perspectiva distinta, pero similar, en forma del proceso “elevación del grado de consciencia – nuevo estadio de conciencia – experiencias – aumento del grado de conciencia – etcétera”.

La antigua polémica teológica sobre si todos los seres humanos poseemos o no alma o si ésta tiene que ser “fabricada por cada uno” es un debate estéril. Por supuesto que todos tenemos alma, pues constituye el vínculo obligado entre nuestro ser interior (Espíritu) y nuestro cuerpo físico. Pero cada alma, cual acumulador y comunicador vibracional, ostenta una frecuencia vibratoria distinta según el grado en el que el Espíritu esté transmitiendo su fuerza vibracional a la materia (cuerpo) y ésta reaccione positivamente ante la misma (grado de consciencia – estadio de conciencia – experiencias).

Olvido y separación de la Unidad

Se ha recalcado que el Pensamiento o Espíritu (lo No Manifestado) es uno, pero que por la Inmanencia de Dios tiene una presencia inherente en cada una de las manifestaciones intangibles y tangibles -en realidad, como se comentó, también son una en el plano de lo Manifestado y en el Verbo-. Esta unidad del Espíritu y su encuentro subyacente con cada manifestación específica se entiende bien con el ejemplo ya expuesto del aire que respiramos, que es uno, pero cada persona lo hace suyo en particular (lo individualiza) al inspirar.

Al estar inherente el Espíritu en cada manifestación inmaterial o material, acontece la convivencia vibracional: La altísima vibración del Espíritu convive con la limitada frecuencia vibracional de la manifestación (más o menos reducida según el nivel de condensación). A partir de lo cual actúa la Ley de Entropía, con las singularidades que ya han sido examinadas, ocasionando la bajada vibracional del Espíritu.

Centrando el asunto en los seres humanos para facilitar la explicación, si tal bajada no aconteciera, no sufriríamos la paradoja de conciencia descrita en epígrafes precedentes. Seríamos plenamente conscientes de la doble dimensión que se hace unidad en nuestra condición de ser humano: Un cuerpo físico, resultado de la evolución de la materia surgida de la condensación de la vibración asociada al Pensamiento Divino; y la presencia inmanente del Espíritu de Dios. Y seríamos conscientes, igualmente, de que lo primero nos proporciona una dimensión material, de baja frecuencia vibracional (que “no es”, debido a su condición extremadamente efímera), mientras lo segundo nos otorga una dimensión espiritual, de altísima gradación vibratoria (perteneciente a lo que “es”, por ser eterna e inalterable).

A pesar de que nuestros sentidos físicos sólo perciben de nosotros mismos lo que “no es” y no se percatan de la existencia de lo que realmente “es”, si no sucediese la minoración sustantiva de su vigor vibracional del Espíritu, el poder de éste en nosotros mismos, adecuadamente canalizada a través del alma, nos proporcionaría plena consciencia acerca de nuestro verdadero ser. Pero la minoración vibratoria del Espíritu se produce. Y muchas personas, confiando sólo en lo que sus cinco sentidos le muestran, olvidan su dimensión espiritual y gastan sus días de existencia corpórea en el erróneo convencimiento de que eso son: Materia ocupada en satisfacer apegos materiales.

El Espíritu queda atenazado en los reducidos niveles vibracionales, como adormecido, sin fortaleza para activar la inmensa capacidad vibracional que está en su naturaleza Divina. Asiste impotente a una gran ficción: El ser humano, consciente sólo de su dimensión física, se considera un fin en sí y cae en una falaz sensación de individualidad y separación de la Unidad Divina a la que pertenece y en la que es; se ve a sí mismo con personalidad independiente, un “yo” en el Universo, olvidando su auténtica y real naturaleza, su linaje Divino; y se lanza a una búsqueda sin sentido de la felicidad entre los apegos de la materialidad, que, aunque extremadamente efímeros frente a la Eternidad y ridículamente livianos ante la dicha y la alegría de la Luz, equivocadamente confunde con la felicidad.

La “dinámica vibratoria interactiva”

¿Qué pasa entonces?. Pues que para superar la situación, el Espíritu encarnado tendrá que desplegar su propia capacidad.

Acudiendo al ejemplo ya reiterado, al Espíritu subyacente le ocurre como al aire que respiramos: Es uno con la totalidad del aire, pero al entrar dentro del cuerpo queda separado de la unidad y se llena de impurezas y pierde calidad (vibratoria, en el caso del Espíritu). De ahí que, para franquear semejante trance, no venga ningún príncipe celestial a despertarlo con un beso de amor. Será él propio Espíritu el que, reafirmándose en su energía Divina, deberá ir aumentando su gradación vibracional. Para lograrlo se pone en marcha y se desarrolla una “dinámica vibratoria interactiva” entre la dimensión espiritual (Espíritu) y la dimensión material (cuerpo), con el alma como mediadora.

Tal dinámica arranca con un pequeño aumento del nivel vibratorio del Espíritu que el alma canaliza hacia el cuerpo que lo encarna. Y el ser humano en su conjunto –Espíritu y cuerpo- experimentará un modesto avance vibracional que no afecta a las condiciones de su funcionamiento biológico (aunque indirectamente reciben un limitado impacto positivo), sino a facetas en las que se desenvuelve en libre albedrío (comportamiento, conducta, voluntad,…). Así, la persona goza de una cierta consciencia sobre su verdadero ser y siente incrementar ligeramente su tendencia hacia pautas de conducta y metas (altruismo, vocación de servicio, entrega a terceros,…) que van más allá de las derivadas de los apegos y gustos de la materialidad (objetivos egoístas, riqueza y dinero, poder, fama, reconocimiento social,…). La prioridad por pautas altruistas muestra una preferencia por el “Bien”, mientras que la prevalencia de los apegos materiales indican una querencia hacia el “Mal”, aunque, como se observa y explica en un apartado posterior, ambos términos tienen un significado muy distinto al que comúnmente se les suele otorgar.

En definitiva, la dinámica vibratoria interactiva es la visión energética y vibracional de la interacción “consciencia–conciencia–experiencias” vista en capítulos anteriores: La elevación del grado de consciencia de la persona va unida, es la otra cara de la misma moneda, al incremento (recuperación) del grado vibratorio del Espíritu; tal ascenso de grado (consciencial y vibracional) se canaliza a través del alma (bisagra y batería) y se plasma en un avance en el estadio de conciencia del ser humano (recuérdese: ego, triunfador, dador, buscador,…); y esto da paso a la vivencia de experiencias en ese nuevo estadio que posibilitan una nuevo ascenso del grado de consciencia de la persona, el aumento (mayor recuperación) de la frecuencia vibratoria del Espíritu y un nuevo influjo energético-vibracional hacia el alma.

En cualquier caso, no hay determinismo alguno, sino un potencial que el ser humano, en su experiencia de individualidad en libre albedrío, puede hacer efectivo o no a través de su voluntad y comportamiento (experiencias en un determinado estadio de conciencia). En caso de que no lo haga, la elevación de grado vibracional y consciencial que le ha llevado a ese estadio de conciencia no será canalizado hacia un nuevo aumento de tal grado. Pero si la persona plasma en su conducta, inclinaciones y afectos el citado potencial, se provoca un efecto de retroalimentación vibracional que impulsa una nueva elevación del grado de consciencia de la persona y de la frecuencia vibratoria del Espíritu encarnado, volviéndose repetir la dinámica descrita.

De esta forma, con la reiteración y reproducción de la dinámica vibratoria interactiva, el Espíritu recuperará su fuerza vibracional y el cuerpo, a través del alma, la disfrutará. Y el ser humano en su conjunto caminará hacia la plena consciencia de su auténtico ser, lo que verá acompañado del avance en el estadio de conciencia: La sustitución de comportamientos ligados a los apegos e inercias de la materia por pautas divinas de acción –bondad, misericordia, benevolencia, generosidad y desprendimiento, humildad, amor al prójimo, compasión,…-. Esto será la evidencia de que el Espíritu ha activando su alta gradación vibratoria y está superando la bajada vibracional originada por su presencia subyacente en la materia.

La encarnación a través de una cadena de vidas (“reencarnaciones”)

En términos no del Espíritu, que es eterno y se despliega en un presente continuo, sino de la temporalidad que nos rodea cual seres humanos, ¿cuánto tiempo dura el pleno desarrollo de la reiterada dinámica vibratoria interactiva o, lo que es lo mismo, la total recuperación por el Espíritu de su genuina dimensión vibratoria?. Pues se puede producir en cualquier momento, de manera instantánea, si el ser humano adquiere consciencia de lo que es y con legitimidad afirma “soy el que soy”. En esta toma de consciencia radica la plenitud de la experiencia de individualidad en libre albedrío que explica la encarnación en el plano humano. Y está a nuestro alcance de modo permanente. No es preciso vivir muchas vidas; ni, en cada una, leer muchos libros o atesorar conocimientos múltiples. El Espíritu que somos es el Conocimiento mismo; ya tenemos en nosotros la totalidad de la sabiduría porque somos la Sabiduría. A menudo, los buscadores se embarcan en una ansiosa y laboriosa búsqueda de conocimientos que termina por perderlos en un laberinto teorías, conceptos y prácticas (que si una escuela dice no sé qué, que si otra explica no sé cuánto, qué idea tan interesante ésta, qué forma tan original e intensa de meditar, que si con ese maestro aprendo tal cosa, que si ese otro me enseña tal otra, que si este libro es magnífico, pues anda que esa página web,… ¡pobre mente humana!). Pero todo es bastante más sencillo y directo: ¡Soy el que soy!, una manifestación de Dios y Dios mismo. ¡Entérate de una vez y no sigas dando vueltas a la noria!. Eres, somos, soy el Creador y el Milagro: Desde la individualidad en la tridimensionalidad, tomo consciencia de lo que soy y de lo que es y conmigo se expande la Consciencia de la Unidad Divina y Multidimensional.

Sin embargo, al ser humano le apasionan los laberintos y las norias. Aturdido por los engatusamientos de la materialidad, no logra fijar la atención en lo que único que la merece: Su propio Ser. Y anda distraído cual mariposa de flor en flor, de día de en día, de año en año, de vida en vida. Por ello, la dinámica vibratoria interactiva precisa comúnmente para su desarrollo una “cadena de vidas” físicas.

No es que el Espíritu salga y entre del plano humano de manera intermitente, pues el Espíritu sólo “desciende” a él una vez (encarnación) y no lo abandona hasta que culmina todo el proceso que se ha descrito antes. Sucede, simplemente, que el Espíritu existe mucho más allá de lo que nuestros cinco sentidos perciben como vida, es decir los años que van del nacimiento a la muerte física: Ni la realidad del Espíritu ni su encarnación en el ser humano son tan efímeras. De ahí que, para completar su obra, el Espíritu concrete su presencia inherente en la materialidad humana en lo que para nosotros es una secuencia de vidas, mientras que en la dimensión espiritual es una única encarnación.

Por tanto, la encarnación del Espíritu en el plano material humano y la dinámica vibratoria interactiva por la que recupera la totalidad de su fuerza vibracional se plasma y se desarrolla, desde nuestra perspectiva, en una cadena de vidas físicas. Algunas religiones llaman “reencarnaciones” a la presencia del Espíritu en cada una de estas vidas, pero hay que insistir en que la encarnación es una y sólo una, por más que discurra por una cadena de vidas.

“Encadenamiento a los ciclos de la materia” y “Ley de Ínferos”

En el discurrir por la cadena de vidas, el Espíritu es siempre él, sin cambios, si bien con frecuencias vibracionales “in crescendo” en función del avance en la citada dinámica. Y tiene como fiel compañera al alma, bisagra y batería energética de acoplamiento del Espíritu en la materia, que también es siempre la misma, si bien su potencia vibracional va igualmente “in crescendo” en la medida en que recibe y acumula los impulsos vibratorios, cada vez de mayor entidad, que el Espíritu transmite a los distintos cuerpos físicos en los que subyace. Lo que sí cambian son tales cuerpos y vidas físicas, eslabones en la cadena de vidas en la que el Espíritu despliega su encarnación.

En cada uno de estos eslabones, aunque el Espíritu y el alma son los mismos y el cuerpo es lo único que cambia, se impone lo que algunas escuelas espirituales llaman “encadenamiento a los ciclos de la materia”: La carencia de memoria de lo avanzado vibracionalmente, en conciencia y acción, en las vidas físicas precedentes.

Es por esto que el ser humano –Espíritu, cuerpo y alma- no se acuerda de las vidas anteriores o reencarnaciones por las que Espíritu y alma han transitado en el desarrollo de la encarnación del primero en el plano humano. El cuerpo, en el que radica la mente y la memoria, no las vivió; y tampoco sus sentidos físicos tienen aptitud para percatarse de ello por la vía de la intuición o la sensibilidad. Por lo que es absolutamente natural que no exista el recuerdo, aunque ello no ayude al despertar psicológico –la conciencia de lo que realmente somos- que debe acompañar al despegue vibracional del Espíritu.

Ahora bien, éste cuenta con dos factores que, formulado llanamente, juegan a su favor. Por un lado, el alma, que, por lo ya enunciado, sí tiene memoria energética, vibracional, de lo ocurrido en vidas previas. Y, por otro, la relajación o debilitamiento del referido encadenamiento que se produce con ocasión de lo que equivocadamente tildamos de muerte, que es en realidad un transito.

Para el Espíritu y el alma, cada nacimiento físico es meramente la idea de que “tengo este cuerpo”; y la muerte no es más que la de “ya no tengo este cuerpo”, pasando a estar en otro. Cuando un cuerpo fallece, Espíritu y alma pasan a uno “nuevo” y a otra vida física, esto es, a otro eslabón de la cadena de vidas en las que se plasma su presencia subyacente en el plano humano (encarnación). Y en el tránsito en sí, cuya duración en términos de nuestra temporalidad dura años, se afloja el encadenamiento a los ciclos de la materia.

Esto permite al Espíritu ponderar con más exactitud el nivel logrado en la recuperación de su genuina dimensión vibratoria (ligado, hay que reiterarlo, a la consciencia) y, asociado a ello, la gradación vibracional alcanzada por el alma que lo enlaza con la materialidad y amortigua su acoplamiento inherente con ella. Con esta base, se selecciona el siguiente cuerpo, vida y estadio de conciencia (por comodidad, se puede hablar de reencarnación, aunque en el conocimiento de que encarnación sólo hay una).

Todo ello se produce en estricto cumplimiento de la Ley de la Creación que establece su realidad sobre el olvido de lo trascendente, de lo perteneciente a una dimensión superior del ser. Así es tanto en lo grande como en lo pequeño, en lo que no se ve como en lo conocido, pues una es la Ley e infinitas sus manifestaciones. No hay que sorprenderse de nada; no hay error. Todo forma parte de las leyes por las que discurre la Creación, en este caso de la llamada “Ley de Ínferos” que rige el descenso del Espíritu a las gradaciones vibracionales de la materia.

Un proceso que queda reflejado alegóricamente en la metáfora de la expulsión del “Paraíso” y el destierro al “valle de lágrimas”: El Espíritu, cuya existencia es y discurre en lo No Manifestado (henchido de los atributos divinales, auténtico Paraíso), se hace subyacente en el plano humano (perteneciente a Lo Manifestado, carente de tales atributos y encadenado al espacio y al tiempo) y debe experimentar las tribulaciones de la encarnación, con la caída de nivel vibracional y la consiguiente dinámica vibratoria interactiva a través de una cadena de vidas físicas o reencarnaciones.

Sin embargo, frente a la tradición que nos ha llegado, la realidad es que el Espíritu no es arrojado del Paraíso, sino que acomete la encarnación en pleno acto de amor para que se cumpla la Inmanencia de Dios en la “carne” y sea factible su elevación vibracional hasta lograr su “resurrección”.

La elección de cada nuevo eslabón en la cadena de vidas

¿Cómo selecciona el Espíritu el siguiente cuerpo y vida (reencarnación)?. Pues desde una óptica no física, sino energética y vibratoria. La presencia subyacente del Espíritu en el plano humano se plasmará en un cuerpo y, ligado a él, una vida y un estadio de conciencia cuya frecuencia vibracional sea la conveniente tanto para el Espíritu como para el alma que lo acompaña en el tránsito.

Para el alma, porque, al ser resultado de la convivencia entre el alto grado vibratorio del Espíritu y el bajo del cuerpo, su rango vibratorio, acumulado a lo largo de las experiencias previas, indica como si de una especie de termómetro se tratara cual de las dos influencias vibracionales es la dominante y con que intensidad en concreto (como se detalla en el próximo apartado del texto, se designa como Bien al comportamiento del ser humano en el que domina la influencia vibracional del Espíritu; y Mal, a la conducta de la persona en la que domina el influjo vibratorio del cuerpo físico). Y la nueva reencarnación deberá ser en un cuerpo y una vida que posean las características energéticas ajustadas al rango vibratorio ya alcanzado. Verbigracia, si el alma ha logrado una mayor cota vibracional dado que en vidas precedentes se ejercitaron conductas (estadio de conciencia) cercanas a la naturaleza Divina -bondad, humildad, desapegos materiales, amor al prójimo,…-, el nuevo cuerpo y vida contarán con un perfil apto (nuevo estadio de conciencia) –al menos en cuanto a potencial e inclinaciones, pues en cada vida rige el libre albedrío y nada está determinado- para la continuidad y fomento de esas cualidades y comportamientos, logrando un nuevo aumento del grado de consciencia.

Y para el propio Espíritu, porque el indicado perfil del nuevo cuerpo y vida también habrá de ser adecuado para que siga desarrollándose, a partir del nivel que ya haya logrado, la dinámica vibratoria interactiva por la que va recobrando toda su potencia vibracional.

De este modo, la elección de la siguiente reencarnación (estadio de conciencia, experiencias esenciales…) tiene lugar antes que la misma se concrete en un nuevo cuerpo, previamente a que éste se halle en el vientre de su madre. Los que serán los rasgos esenciales de su vida y los valores a desarrollar quedan configurados en ese estado de la existencia previo a la maternidad en el que alma y el Espíritu preparan su nuevo escenario experiencial.

Y es ese el instante inefable en el que, como síntesis de una perfecta obra de sincronización, se produce el encuentro con quienes habrán de ser sus acompañantes y colaboradores en la nueva vida material cuando estos aceptan igualmente participar. Tal confluencia entre sus almas es mucho más que una experiencia gozosa. Es la aceptación mutua de las respectivas funciones en la vida de relación que se inicia para que cada cual cumpla con lo que constituye el propósito de su reencarnación.

El bien y el mal: acercamiento desde la objetividad

En páginas anteriores se ha hecho mención al Bien y el Mal. Es momento de profundizar al respecto, partiendo de que las ideas y percepciones en torno al Bien y el Mal se mueven casi siempre en el ámbito del más absoluto subjetivismo. Con intensidad e inconsciencia, volcamos en los dos tanto los clichés y convencionalismos de la tradición cultural y religiosa en la que hayamos sido educados como los prejuicios generados por la mente de cada cual, en función de sus propias vivencias y respectivos deseos, apegos, fobias y frustraciones.

Sin embargo, resulta crucial que la objetividad presida la actitud y la aptitud para discernir sobre el Bien y el Mal. Una objetividad que ha de estar fundamentada en el distanciamiento “personal” del asunto y en el acercamiento a él por medio de la meditación serena y profunda, el conocimiento revelador que de ésta dimana y, desde luego, la experiencia cotidiana que la puesta en práctica de ese conocimiento aporta.

En este orden, es oportuno subrayar que en el Omniverso multidimensional surgido de la creación mental del Principio Único, los hechos (por ejemplo, si suelto el vaso que tengo en la mano, el vaso cae al suelo) están regidos por una serie de leyes físicas (en el caso expuesto, la llamada Ley de la Gravedad) y éstas, a su vez, por una serie de principios, conocidos desde la antigüedad como principios herméticos. Dos de ellos, el de polaridad y el de vibración, son muy útiles para acercarnos con objetividad al Bien y al Mal.

El principio de polaridad afirma que todo es dual y tiene dos polos que son idénticos en naturaleza y diferentes en grado vibratorio. Esto es, que todo, tanto en el plano de los fenómenos físicos como en el mental, tiene dos lados o aspectos extremos que, sin embargo, comparten la misma naturaleza, aunque se diferencian en el nivel de vibración, existiendo innumerables grados vibratorios entre ambos polos.

Para entender mejor lo anterior hay que acudir a otro eje del saber hermético, el principio de vibración, al que la ciencia contemporánea se esta acercando con celeridad tras reconocer que la materia y la energía no son más que modos y expresiones de movimiento vibratorio. Concretamente, el principio de vibración indica que todo vibra, que el Universo en su globalidad y en todas sus dimensiones es una manifestación de la vibración y que las diferencias entre las diversas manifestaciones universales, desde el espíritu más sutil a la materia más espesa, obedecen al distinto modo e intensidad vibratorios. Así, la frecuencia vibratoria más elevada radica en Dios y su opuesto en la materia más extremadamente densa que podamos imaginar. El grado de vibración es lo que distingue ambos polos, entre los que hay millones y millones de diferentes potencias y modalidades de vibración.

Sobre estas bases, hay que resaltar que la indagación que sustenta el principio de polaridad arranca de la formulación de interrogantes tan paradójicos y radicales como estos: ¿Dónde termina la oscuridad y comienza la luz?; ¿dónde el frío y dónde el calor o lo duro y lo blando?; ¿y lo pequeño y lo grande o lo alto y lo bajo?. Sopesemos el hecho de que se trata de nociones -oscuridad, luz, frío, calor,…- que utilizamos con mucha frecuencia y con completa seguridad acerca de lo que son y significan. Pero, por centrarnos sólo en un botón de muestra entre los ejemplos expuestos, ¿dónde empieza el frío y dónde el calor?. La temperatura es un concepto primario y sin ambivalencias; y el termómetro es un instrumento válido, neutral y sencillo para su medición. Hasta ahí todo perfecto, pero ¿dónde comienza el frío y dónde el calor?. Por vueltas que demos a la posible respuesta, siempre llegaremos a la conclusión de que frío y calor, por más que parezcan realidades del todo distintas, son en verdad de idéntica naturaleza (la podemos denominar temperatura), siendo la diferencia entre ambos mera cuestión de vibraciones calóricas, de grados vibratorios.

La frecuencia vibratoria es, igualmente, la que marca la diferencia en la escala musical entre los sonidos graves y los agudos; o la que en la gama de colores genera la variedad de los mismos; etcétera. Y esto no ocurre sólo en los planos físicos y materiales, sino igualmente en los de carácter mental. Así, el amor y el odio, estados mentales generalmente estimados como radicalmente diferentes, son realmente denominaciones que otorgamos a los polos de una misma cosa con muchos grados entre ambos. Empezando en cualquier punto de la escala, hallaremos más amor o menos odio, si ascendemos por ella; o menos amor o más odio si descendemos por la misma. Y esto es cierto sin importar nada el punto alto, medio o bajo que tomemos como partida. Hay muchos grados de amor y odio y un punto intermedio donde el agrado y el desagrado se mezclan de tal forma que es imposible distinguirlos. El valor y el miedo quedan, igualmente, bajo la misma regla.

Ahora sí, el Bien y el Mal

Lo expuesto es aplicable al Bien y el Mal.

Como ocurre con el calor y el frío o la luz y la oscuridad, el Bien y el Mal comparten la misma naturaleza y se diferencian en la frecuencia vibratoria, existiendo innumerables estadios vibracionales entre ambos polos.

Cuando en el ser humano -en su comportamiento, escala de valores, motivaciones, anhelos, etcétera- la influencia del Espíritu -alta frecuencia vibratoria- es la dominante, se puede afirmar que hace el Bien, acercándose a este polo tanto más cuanto mayor sea la prevalencia del Espíritu frente a los influjos de la materialidad. Tomando unas hermosas palabras de San Bernardo, el Bien supone conservar la nobleza de nuestra condición Divina con la honestidad de vida y embellecer con nuestras costumbres y afectos la gloria celestial que llevamos impresa.

El Mal, en cambio, representa la pérdida de consciencia acerca de nuestra auténtica identidad y el olvido de nuestro linaje Divino, de modo que vivimos nuestro días atados a los apegos y pasiones dominantes (ego) ligados a la materialidad que nos rodea y de la que nuestro cuerpo físico participa, lo que va unido al bajo nivel vibracional que a éste corresponde.

Por tanto, el Bien y el Mal existen, pero, desde luego, no con el contenido y significado que muestran la mayoría de las corrientes culturales y religiosas vigentes, obsesionadas por falsos mitos como el pecado o la idea de un juicio final, con premios y castigos.

La cosa es simple y hermosa. “Gana” el Bien cuando el Espíritu o ser interior lleva la batuta de nuestra conducta y dirige la marcha y el rumbo del vehiculo planetario (cuerpo) en el que mora por inmanencia, aportándole los valores, afectos y costumbres innatos de la Divinidad. Y “vence” el Mal cuando no tenemos consciencia del Espíritu que somos y nuestro comportamiento queda a merced de los deseos del ego y de los influjos, tensiones y apegos de la materialidad que nos rodea en este mundo tridimensional.

Pero que esto sea así no debe llevarnos a la perplejidad; ni a efectuar juicios sobre buenos y malos, superiores e inferiores. Estas clasificaciones son propias del ego, sus apegos materiales y el mundo de antagonismos y dualidades que tanto le agrada. La distinción entre el Bien y el Mal no es más que un aspecto particular de la dualidad.

Cuando oponemos Bien y Mal, consideramos generalmente el Bien como perfección o, al menos, como una tendencia a la perfección, con lo que el Mal no es otra cosa que lo imperfecto. Pero ¿cómo lo imperfecto podría oponerse a lo perfecto?. La perfección está en la esencia del Principio Único, del que no puede derivar lo imperfecto; de lo que resulta que lo imperfecto no existe o sólo puede existir como elemento constitutivo de la perfección total, y, siendo así, no puede ser realmente imperfecto, y lo que llamamos imperfección no es más que relatividad. Así, lo que llamamos error es verdad relativa, ya que todos los errores deben ser englobados en la Verdad total, sin lo que ésta no sería perfecta, lo que equivale a decir que no sería la Verdad. Los errores, o, mejor dicho, las verdades relativas, no son sino fragmentos de la Verdad total; es pues la fragmentación la que produce la relatividad. En consecuencia, podríamos decir que, si relatividad fuera realmente sinónimo de imperfección, podría considerarse como causa del Mal. Pero el Mal sólo es tal cuando se lo distingue del Bien.

Si llamamos Bien a lo perfecto, realmente lo relativo no es algo distinto, ya que en principio está contenido en Él; entonces, desde el punto de vista universal, el Mal no existe. Existirá únicamente si consideramos las cosas bajo un aspecto fragmentario y analítico, separándolas de su Principio común, en lugar de considerarlas sintéticamente como contenidas en este Principio, que es la perfección. Así es creado lo imperfecto; el Mal y el Bien son creados al distinguirlos el uno del otro, y, si no hay Mal, no hay motivo para referirse al Bien. Es pues la fatal ilusión del dualismo la que realiza el Bien y el Mal y sustituye a la Unidad por la Multiplicidad, encerrando a los seres sobre los cuales ejerce su poder en el dominio de la confusión y de la división (este dominio es el Imperio del Demiurgo del que habla René Guénon (El Demiurgo; revista La Gnose, nº1, noviembre 1909).

El pecado no existe

El pecado no existe, solo un Espíritu más o menos despierto. Y el despertar del Espíritu y la toma de conciencia como ser humano acerca del mismo acontece tras una cadena de vidas en la que acumulamos las experiencias necesarias para que se produzca tal despertar. El altruista de hoy fue egoísta ayer; y el que ahora desprecia por falaces los anhelos de poder y riqueza es por lo que ya los disfrutó y conoce en primera persona lo vacío que finalmente resulta la experiencia.

Si todo es creación de Dios, ¿cómo podría alguna parte tuya, mía o del Omniverso, por remota o insignificante que sea, ser menos bendita que otra?. El plan de Dios consiste en que te busques a ti mismo. Si deseas explorar cómo ser egoísta, ignorante, asesino o carecer totalmente de fe, Dios (tu Verdadero Yo, mi Yo Auténtico) permite todas estas experiencias; no eres juzgado, ninguna de tus acciones es buena o mala a los ojos de Dios (tu Yo Superior). Un asesino y un santo son iguales si el pecador y el santo son sólo máscaras que te pones. El santo pudo haber sido pecador en una existencia anterior, o serlo en una futura; y el pecador puede que esté aprendiendo a ser santo mañana. Todos estos papeles son sólo ilusiones a los ojos de Dios (Yo, Dios, tu Yo Real).

El amor es universal y, por tanto, no toma partido. Al ego no le gusta esto y piensa “yo merezco el amor de Dios, pero esa persona no”. Mas esta perspectiva es ajena a Dios. El ladrón inflige pérdida de propiedad; el asesino, pérdida de vida. Mientras estas pérdidas sean reales para ti, condenarás a la persona que las causa. Pero ¿acaso el tiempo mismo no acabará robándote la propiedad y la vida?. El pecado es ilusión; nada de lo que llamamos pecado puede causar la más mínima mancha en el amor de Dios. Y hay que tener sumo cuidado con expresiones como “mejor o “superior”; es el ego el que debe tener “alto” y “bajo”

Hipótesis e imposibilidad del Mal Absoluto

Para finalizar estas reflexiones sobre el Bien y el Mal, no puede eludirse el examen de la hipótesis del Mal Absoluto, como polo opuesto al Bien Absoluto que es Dios.

Como se ha descrito ya, el Bien y el Mal comparten la misma naturaleza y se diferencian en el nivel vibratorio. Éste es lo que distingue ambos polos, entre los que hay innumerables estadios y modalidades vibracionales. Las frecuencias altas marcan la esfera del Bien y las bajas la del Mal. Y la gradación vibratoria más elevada radica en Dios (vibración pura e infinita, Bien Absoluto) y su opuesto en la materia más extremadamente densa que podamos imaginar.

Pero, ¿cuánto de densa puede ser la materia?. Porque la densidad de las manifestaciones intangibles y tangibles y, por ello, de la materia depende del nivel de condensación de la vibración asociada al Pensamiento Divino (Verbo). Y puede pensarse en la hipótesis de la condensación absoluta: El cero vibracional, que equivaldrá a lo que en temperatura se corresponde con -273 grados. El cero vibracional sería, así, el extremo contrario a la vibración pura e infinita, es decir, el Mal Absoluto, el polo opuesto del Bien Absoluto o Dios.

Y en caso de que el Mal Absoluto existiera, la dinámica vibratoria interactiva que se ha examinado sería ante él un imposible, pues el Espíritu que por la Inmanencia de Dios estuviera subyacente en las manifestaciones de cero vibracional no podría nunca superar la fuerza de este influjo negativo: Como ensañan las matemáticas, infinito (vibración del Espíritu) multiplicado por cero (vibración del Mal Absoluto) es igual a cero. En tal estado no hay posibilidad de despertar del Espíritu ni de resurrección de la carne. Es el polo opuesto a la vibración pura (Dios) y sus atributos (Bien); es el Mal Absoluto y sin remisión.

¿Es posible que del Creador y en su mente se origine y permanezca un estado así?. Precisamente este hecho, el que todo se genera y sostiene en la mente de Dios, hace que el Mal Absoluto sea un imposible: Cualquier cosa que emane de la mente Divina y en ella esté, cuenta, forzosamente, con un mínimo de energía vibracional. Así ocurre en la mente humana. Y, en una escala incomparablemente mayor, sucede en la mente de Dios.

Por tanto, existe el Bien Absoluto, pero no el Mal Absoluto. Esto hace que en cualquier supuesto, por alta que sea la condensación vibracional y baja la frecuencia de la manifestación resultante, la dinámica vibratoria interactiva, con todo lo que ello supone, es perfectamente factible.

Final del “gran olvido”: La Iluminación

Tras estas indagaciones en el Bien y el Mal, toca retomar, en el punto que se había dejado, la encarnación del Espíritu en el plano humano. Que culmina cuando, tras transitar a lo largo de una cadena de vidas o reencarnaciones, alcanza su cenit la dinámica vibratoria interactiva y aquel recobra toda su potencia vibracional, superando completa y definitivamente el influjo de la baja frecuencia vibratoria de la materia.

Su presencia subyacente en la última vida física en la que esto se logra habrá sido en un ser humano con consciencia preclara sobre su dimensión espiritual, con discernimiento completo acerca de lo que “es” y “no es” y plenamente consciente de su verdadero ser: ¡Soy el que soy!. Ha superado el “gran olvido” y se contempla por fin como lo que realmente es: Dios mismo o, si quiere, un “estado de Dios”.

San Bernardo describió muy bien a un hombre o mujer así: “Aspira tranquilo a las bodas del Verbo (…), deja de temer iniciar una alianza de comunión con Dios (…) ¿A qué no podrá aspirar con seguridad ante Él si se contempla embellecido con Su imagen y luminoso con Su semejanza?. ¿Por qué puede temer a la majestad, si su origen le infunde confianza?. Lo único que debe que hacer es procurar conservar la nobleza de su condición con la honestidad de vida; esforzarse por embellecer y hermosear con el digno adorno de sus costumbres y afectos la gloria celestial que lleva impreso por sus orígenes » (San Bernardo; SC 83:1).

La presencia subyacente del Espíritu es tan viva, pujante y poderosa que el ser humano disfruta de la Unidad Divina y sustituye integralmente los apegos materiales por los pensamientos y comportamientos propios de su rango divinal. Se produce la experiencia maravillosa de la consciencia plena, la “iluminación” interior: Se constata y se comprueba de forma absoluta que lo que afanosamente, a lo largo de tantas vidas o reencarnaciones, se buscaba fuera de uno mismo, a través de los apegos de la materialidad, en verdad lo tiene en sí, pues es Dios mismo y su Felicidad.

Así lo plasmó San Agustín: “Tarde os ame, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde os ame. Y he aquí que Vos estabais dentro de mí y yo de mí mismo estaba fuera; y por defuera yo os buscaba. Y en medio de las hermosuras que creasteis irrumpía yo con toda la insolencia de mi fealdad. Estabais conmigo y yo no estaba con Vos. Manteníanme alejado de Vos aquellas cosas que si en Vos no fuesen, no serían. Pero Vos derramasteis vuestra fragancia, la inhalé en mi respiro y ya suspiro por Vos” (Confesiones, Libro X, 27).

El cambio de tornas que la “iluminación” representa es completo: Ahora es la fuerza vibracional del Espíritu, recuperada en su totalidad, la que contagia y “tira” vibracionalmente hacia arriba de la materialidad, y no al revés. Este intenso tirón vibratorio que la dimensión espiritual da a la dimensión material lo amortigua el alma, que recibe toda la potencia del Espíritu y gradúa su transmisión hacia el cuerpo dentro de los límites máximos que a esté le resultan admisibles.

Tras la experiencia, el Espíritu está listo para retornar a la Unidad donde siempre estuvo y nunca dejo de estar. Y el alma, sin más reencarnaciones que experimentar, vuelca igualmente en la Unidad toda la energía vibracional que ha ido acumulando durante la dinámica vibratoria interactiva y la cadena de vidas, en la que ha estado adherida a la materia. Figuradamente, se habrá alcanzado entonces la “resurrección” de ésta, su rescate de los bajos fondos dimensionales por la Inmanencia de Dios. Y el Pensamiento (Hijo) retorna al Principio Único (Padre) tras cumplir el pacto de amor (“sacrificio”) que ha hecho posible la resurrección de la materia (“carne”).

Hablamos de ti y de mí, de nosotros: Estamos en acto de servicio por Amor

Llegados a este punto, conviene traer aquí unas espléndidas reflexiones de Félix Gracia –de su texto Hijos de la luz: Un pacto de amor- que vienen como anillo al dedo a propósito de lo hasta aquí sintetizado y su aplicación al ser humano y nuestra condición de “Buscadores”. Porque los hechos narrados han sucedido siempre y están sucediendo ahora. No hablamos, pues, de éste o de aquél, sino de ti y de mi, de nosotros. De nuestro Espíritu, encadenado a la tierra siendo que su hogar es el cielo. El dolor del exilio es el nuestro, el que lacera tu alma y mi cuerpo. Y el grito desgarrado que pide salir de las tinieblas, no es un eco traído por el tiempo, sino el de tu garganta y la mía. No evocamos la historia ni hablamos de teorías, sino de la lectura viva de nuestra alma. Somos lo que se ha reflejado en las páginas anteriores: ¡Hijos de la Luz!, Espíritus puros unidos al Padre; hechos de Su misma esencia, eternos. Somos uno con Dios y, por lo tanto, Dios. Sin tiempo ni límite. Somos el Hijo de Dios: ¿Cómo podría perderse una criatura de tan elevado rango?.

No, no nos hemos perdido; ni estamos exiliados. Caminamos por el mundo para que el mundo –la materia, la carne- resucite. Nadie nos ha obligado, pues esa era nuestra voluntad y nuestro destino. Nos hicimos uno con la Ley para que la Ley se cumpliera. Y lo hicimos, no desde la ruptura, sino desde la unión con Dios. Por eso, aquella voluntad no fue la nuestra, sino la de Él, la Voluntad, la única. Este es nuestro pacto de amor. Ni nos hemos extraviado ni andamos solos, aunque milenios de ignorancia nos hayan hecho creer lo contrario. Si el Hijo que emprendió ese camino era uno con Dios, también Él ha descendido al ínferos.

Que callen todas las voces y cesen las músicas todas. Que todo pare un instante y que se detenga el mundo. Silencio, para que puedas oír dentro de ti. Para que escuches en ti las palabras anteriores. Para que sientas que, más allá de dogmas y creencias, ésta es la verdad que sale del corazón. Dios y el ser humano jamás han dejado de ser Uno. Todo está bien como está, aunque nos cueste trabajo entenderlo. El Espíritu caído no es un error ni el fruto de un pecado, sino el mismo Dios hecho humano, inmanente y descendido para que la Creación se cumpla y la materia resucite. No estamos, pues, condenados, sino en acto de servicio.

Somos Hijos de Dios no porque nos haya creado, sino porque somos Él

Dios mira por nuestros ojos y camina con nuestros pies. Pero lo hemos olvidado y nuestra existencia se convierte en dramática, no por causa de una pérdida, sino por un gran olvido. La historia de la “Caída” y el exilio es la historia de la Creación, incoherente y falaz, contada por el ser humano que ha caído en ese olvido (el célebre “diablo”). Pero no es la verdad.

La verdad -y no su interpretación- sólo puede contarla Dios. Y si Dios escribiera la historia de la humanidad, describiría cómo se extendió a Sí mismo haciéndose múltiple sin dejar de ser Uno y cómo, para lograrlo, estableció la ilusión de la separación que da consistencia a su multiplicidad; constataría que el ser humano es fruto de Su misma esencia, porque es Él mismo hecho visible; confirmaría que no fue creado o hecho por Él, sino que es un estado de Dios y, por lo tanto, testimonio de Su eterna presencia e Inmanencia. Esta es nuestra grandeza: El título de Hijo de Dios señala la más alta dignidad imaginable, no porque nos haya creado Él, sino ¡porque somos Él!.

Esta es la auténtica realidad, el orden natural en el que se establece el pacto de amor que precede a la encarnación. Su reconocimiento sobrecoge y cambia radicalmente la visión del mundo y de nosotros mismos. Nada puede seguir siendo igual para aquél que ha accedido a tan suprema verdad. No somos resultado del error, ni pesa sobre nosotros vejación alguna. Todo es santo, inocente de culpa, bienaventurado. No hay trasgresión ni condena, sino manifestación de Dios. Este es el sublime pacto de amor que nos trajo al mundo.

Y cuando en nuestro corazón sentimos el ansia de liberación es, en el fondo, la advertencia de que la misión está cumplida, que la dinámica vibratoria interactiva está llegando al culmen. La liberación es la meta del encarnado, el destino final de la existencia. Pero su realización no significa una victoria sobre el estado de encadenamiento -nada hay que vencer donde todo es la Voluntad de Dios-, sino el cumplimiento de la misión creadora.

Por ello, el anhelo de liberación lleva aparejado tanto la aspiración en sí, como su subordinación a la Divina Voluntad. Se trata del “deseo disolverme (en la Unidad) y estar con Cristo (cupio dissolvi et esse cum Christo)” hecho suyo por místicos como Beatriz de Nazareth (Siete modos de vivir el Amor), aunque sometido a lo que Charles de Foucauld expresó tan emotivamente: “Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras (…) lo acepto todo (…) con una confianza infinita, porque Tú eres mi Padre”.

Como escribió Teilhard de Chardin (Adora y confía), las leyes de la vida y las promesas de Dios garantizan que cuanto nos reprima e inquiete es falso. Cesan entonces todas las inquietudes por las dificultades de la vida, por sus altibajos, por sus decepciones, por su porvenir más o menos sombrío. Se quiere lo que Dios quiere; y se vive feliz, en paz. Nada altera ni es capaz de quitar esa paz: Ni la fatiga psíquica ni los posibles fallos morales. En el rostro brota una sonrisa que es reflejo de la que el Padre/Madre permanentemente nos dirige. Y como fuente de energía y criterio de verdad se coloca todo aquello que nos llena de la paz de Dios.

Llegado a este punto, el ser humano, consciente de su verdadero Ser y presto a volcarse en la Unidad a la que siempre ha pertenecido, comprende bien que la liberación no es una pericia individual ni una práctica puntual, sino el estado del Espíritu que realiza conscientemente a Dios en la materia. La liberación va mucho más allá de una experiencia personal y provoca una expansión de la conciencia en toda la Creación, un crecimiento cualitativo de todo hacia la Consciencia de Ser y el reconocimiento de Ser Dios.

Con Amor

Parece complejo, pero realmente es sencillo de entender cuando abrimos nuestros ojos internos y descorremos el velo que impone nuestra tridimensionalidad. Y es increíblemente hermoso: Principio Único (Padre), Pensamiento (Hijo) y vibración manifestada en una materia plena de inmanencia Divina (Espíritu Santo); Santísima Trinidad que es Una en Dios, el Ser Uno.

La convivencia vibracional, la Ley de Ínferos y la dinámica vibratoria interactiva son absolutamente cosmogónicas. El ser humano es sólo una manifestación más entre las innumerables que pueblan el Omniverso pluridimensional de Lo Manifestado. Nuestra condición es, por tanto, la de Espíritu, materia (Verbo, vibración condensada) y vínculo entre ambas, es decir, ser interior, cuerpo físico (tiene dos componentes: El estrictamente físico y otro vital, energético y electromagnético que se superpone y acopla al físico) y alma. La perfección de la Creación hace que estos tres componentes que nos constituyen no estén disociados o en confrontación, sino armoniosamente equilibrados para que se desarrolle el plan Divino. Es nuestra ignorancia, fruto del gran olvido, y el modelo de civilización que con base en ella hemos configurado los que impiden que nos percatemos de tan precioso hecho y adecuemos nuestra existencia a una realidad tan hermosa como extraordinaria.

Por tanto, mas que Hijos de Dios, somos Dios mismo; el es el fundamento de nuestra auténtica esencia y dignidad. Esta es nuestra verdadera condición. Resucitar en Vida es, ni más ni menos, que adquirir consciencia de ello. Y, desde luego, actuar en consecuencia para que la cualidad vibracional del Espíritu que somos, lejos de rebajarse ilusamente por el contagio de la materia, “tire” de ella, multiplicando su frecuencia de vibración.

Así, se habrá logrado tanto la “resurrección” de nuestro ser interior, que habrá recobrado completamente su rango vibratorio, como de nuestro cuerpo físico, que verá aumentada su energía vibracional mucho más allá de lo que a la materia en sí corresponde. El alma será la receptora de ese incremento vibratorio y, cumplida su función como vínculo entre Espíritu y materia, se volcará, y con ella la fuerza vibratoria que habrá adquirido, en la Unidad del Ser Uno. La expansión de la consciencia que a ello acompaña provocará un aumento de la Consciencia de la Unidad Divina.

Autor: FR.E.C.