Cuales son los instrumentos de las buenas obras
Ante todo, amar al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas; después al prójimo como a sí mismo. Después no matar, no cometer adulterio, no hurtar, no codiciar, no levantar falso testimonio, honrar a todos los hombres y no hacer a otro lo que uno no desea que le hagan a sí mismo.
Negarse a sí mismo para seguir a Cristo. Castigar el cuerpo, no darse a los placeres, amar el ayuno. Confortar a los pobres, vestir al desnudo, visitar a los enfermos. Ayudar al atribulado, consolar al afligido.
Hacerse ajeno a la conducta del mundo, no anteponer nada al amor de Cristo. No satisfacer la ira, no guardar resentimiento. No tener doblez de corazón, no dar paz fingida. No abandonar la caridad. No jurar, por temor a hacerlo en falso; decir la verdad con el corazón y con los labios.
No devolver mal por mal. No ofender a nadie, antes bien, sufrir con paciencia las ofensas que se nos hacen. Amar a los enemigos. No devolver maldición por maldición, sino bendecir. Soportar la persecución por causa de la justicia.
No ser soberbio, ni dado al vino, ni glotón, ni dormilón, ni perezoso, ni murmurador, ni detractor. Poner la esperanza en Dios. Cuando viere en sí algo bueno, atribuirlo a Dios, no a uno mismo; saber en cambio, que el mal siempre es obra propia y atribuírselo a sí mismo.
Temer el día del juicio, sentir terror del infierno, anhelar la vida eterna con toda la codicia del espíritu, tener la muerte presente ante los ojos todos los días; vigilar a todas horas la propia conducta; tener por cierto que Dios nos está mirando en todo lugar. Estrellar inmediatamente contra Cristo los malos pensamientos que vienen al corazón y manifestarlos al anciano espiritual; abstenerse de decir palabras vanas o que provoquen la risa; no gustar de reír mucho o ruidosamente.
Escuchar con gusto las lecturas santas, postrarse con frecuencia para orar, confesar todos los días a Dios en la oración, con lágrimas y gemidos del corazón las culpas pasadas y de esas mismas culpas corregirse en adelante.
No satisfacer los deseos de la carne, aborrecer la propia voluntad. Obedecer todos los preceptos del Abad, aun en el caso de que él obrase (Dios no lo permita) de otro modo, recordando aquel mandamiento del Señor: “Haced lo que dicen, pero no hagáis lo que hacen”.
No desear que le llamen a uno santo antes de serlo, sino primero serlo para que se le pueda llamar con verdad. Practicar todos los días los preceptos del Señor; amar la castidad, no aborrecer a nadie, no tener celos, no obrar por envidia, no ser pendenciero, huir de la altivez. Venerar a los ancianos, amar a los jóvenes. En del amor de Cristo, orar por los enemigos; hacer las paces antes de la puesta de Sol con quien se haya reñido, y jamás desesperar de la misericordia de Dios.
Estos son los instrumentos del arte espiritual. Si los utilizamos incesantemente, día y noche y los devolvemos el día del Juicio, el Señor nos recompensará con el premio que Él mismo prometió: “Ni ojo alguno vio, no oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento las cosas que Dios nos tiene preparadas para aquellos que le aman”.
Pero el taller en que debemos trabajar diligentemente en todo esto, es el recinto del monasterio y la estabilidad en la Comunidad.