Es manifiesto que hay cuatro géneros de monjes. El primero es el de los cenobitas, es decir, los que hacen vida monasterial, que sirven bajo una Regla y un Abad.
A continuación, el segundo género es el de los anacoretas, es decir, los ermitaños; aquellos que no por el fervor novato de la vida monástica, sino por una larga prueba en el monasterio, aprendieron a luchar contra el diablo, ya formados con la ayuda de muchos y bien entrenados en la huested de hermanos, para el combate solitario del desierto, ya seguros sin el socorro ajeno, sólo con su mano y su brazo, se bastan con el auxilio de Dios para combatir contra los vicios de la carne y de los pensamientos.
El tercero, y pésimo, género de monjes, es el de los sarabaítas , quienes sin haber sido probados por ninguna Regla maestra de vida como el oro en el crisol, sino blandos como el plomo, guardando todavía fidelidad al mundo con sus obras, manifiestan con su tonsura que están mintiendo a Dios. De dos en dos o tres en tres, e incluso solos, sin pastor, encerrados no en los apriscos del Señor sino en los suyos propios, tienen por Ley la satisfacción de sus deseos, pues todo lo que piensan o deciden, dicen que es santo, y lo que no les agrada, lo consideran ilícito.
El cuarto género de monjes es el de los llamados giróvagos. Éstos pasan su vida entera por diversas regiones, hospedándose durante tres o cuatro días en los distintos monasterios, siempre vagando y nunca quietos, sirviendo a sus propios deseos y a los deleites de la gula y en todo peores que los sarabaítas.
Acerca del miserable estilo de vida de todos ellos, vale más callar que hablar. Dejándolos pues a un lado, pongámonos a ordenar, con la ayuda del Señor, el fortísimo género de los cenobitas.
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