Regla de San Benito. Prólogo (II)
Si deseamos habitar en el Tabernáculo de este reino, sepamos que no se llega a él a no ser que se vaya corriendo con las buenas obras. Pero preguntemos al Señor con el Profeta: “Señor, ¿quién puede hospedarse en Tu Tabernáculo y descansar en Tu monte santo?”. Después de esta pregunta, hermanos, escuchemos al Señor que nos responde y nos muestra el camino de Su Tabernáculo diciendo: “Aquel que anda sin pecado y practica la justicia, el que dice la verdad en su corazón, el que no engañó con su lengua, el que no hizo mal a su prójimo, el que no admitió ultraje contra su prójimo, el que cuando el Malo, el diablo, le sugería alguna cosa, rechazándolo de su corazón, junto con su sugerencia, lo redujo a la nada y tomó sus pensamientos apenas nacidos y los estrelló contra Cristo; los que temiendo al Señor, no se envanecen por la rectitud de su comportamiento, antes bien, considerando que no pueden realizar el bien que hay en sí mismos, sino que es el Señor quien lo hace, proclaman la grandeza del Señor que obra en ellos, diciendo con el Profeta: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a Tu nombre da la gloria”.
Igual que el apóstol Pablo tampoco se atribuyó nada de su predicación cuando dijo: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy”. Y vuelve a decir él mismo: “El que se gloria, que se glorie en el Señor”. Por eso también dice el Señor en el Evangelio: “El que escucha estas palabras mías y las pone por obra, lo compararé al hombre sensato que edificó su casa sobre piedra; vinieron riadas, soplaron los vientos y arremetieron contra aquella casa, pero no se hundió porque estaba cimentada en la piedra”.
Al terminar estas palabras, espera el Señor que cada día le respondamos con obras a Sus santas exhortaciones. Por eso se nos conceden como tregua los días de esta vida, para enmendarnos de nuestros males, según dice el apóstol: “¿Acaso no sabes que la paciencia de Dios te está empujando a la penitencia?”. En efecto, el Señor piadoso dice: “No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.
Habiendo preguntado al Señor, hermanos, quien habitará en Su Tabernáculo, hemos escuchado el precepto de habitar en él, con tal que cumplamos los deberes del que vive allí. Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en la Santa Obediencia de los preceptos.
Y, por lo que toca a lo que no puede en nosotros la naturaleza, roguemos al Señor que se digne concedernos la ayuda de Su gracia. Y si, huyendo de las penas del infierno, deseamos llegar a la vida eterna, mientras todavía es posible y estamos en este cuerpo y nos es dado cumplir todas estas cosas a la luz de la presente vida, es preciso ahora correr y poner por obra lo que nos aprovechará para siempre.
Vamos pues, a instituir una escuela al servicio Divino. Al organizarla, esperamos no tener que establecer nada áspero, nada oneroso. Pero si alguna vez, requiriéndolo una razón justa, debiera disponerse un tanto más severamente con el fin de corregir los vicios o mantener la claridad, no abandones enseguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que al principio debe ser forzosamente estrecho. Sin embargo, con el progreso en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón con la inefable dulzura del amor, se corre por el camino de los mandamientos de Dios. De este modo, sin desviarnos jamás de Su magisterio y perseverando en Su doctrina en el monasterio hasta la muerte, participaremos en los sufrimientos de Cristo con la paciencia, para que merezcamos compartir también Su Reino. Amén.
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