La soberbia de la mente es esa viga enorme y gruesa en el ojo, que por su cariz de enormidad vana e hinchada, no real ni sólida, oscurece el ojo de la mente y oscurece la verdad. Si llega a acaparar tu mente, ya no podrás verte ni sentir de ti tal como eres o puedes ser; si no tal como te quieres, tal como piensas que eres o tal como esperas llegar a ser.
El que sinceramente desee conocer la verdad propia de sí mismo, debe sacarse la viga de su soberbia, porque le impide que sus ojos conecten con la luz. E inmediatamente tendrá que disponerse a ascender dentro de su corazón, observándose a sí mismo en sí mismo, hasta alcanzar con el duodécimo grado de humildad el primero de la verdad.
Cuando todavía desconocía la verdad, me tenía por algo, no siendo en realidad nada.
Pero desde que me fié de Cristo, esto es, desde que imité Su humildad, empecé a conocer la verdad; ella ha sido enaltecida en mí, por causa de mi propia confesión.
A todos los que la verdad les ha obligado a conocerse y, por eso mismo, a menospreciarse, necesitan que todo lo que venían amando, incluso el amor a sus propias personas, se les vuelva amargo. El enfrentamiento consigo mismo les obliga a verse tales como son y les provoca vergüenza. Les desagrada lo que son y suspiran por lo que no son, conscientes de que nunca lo alcanzarán por sus propias fuerzas, y lloran amargamente su mísera situación; ya no encuentran otro consuelo que constituirse en jueces severos de sí mismos; por amor a la verdad, sienten hambre y sed de justicia. Así llegan al desprecio de sí mismos, se exigen una severísima satisfacción y quieren cambiar de vida. Pero ven claramente que son incapaces de llevar a cabo sus propósitos, porque cuando ya han realizado todo lo que se les ha mandado, se confiesan siervos inútiles. De esta manera, huyen de la justicia y se refugian en la misericordia. Y para alcanzar misericordia, siguen el consejo de la verdad: Dichosos los misericordiosos, porque van a recibir misericordia.
Este es el segundo grado de la verdad. Los que llegan a él buscan la verdad en sus prójimos; adivinan las indigencias de los demás en las suyas propias; y por lo que sufren, aprenden a compadecerse de los que sufren.
El ojo del corazón, al que la Verdad promete su plena manifestación: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dio”, se purifica de toda mancha, debilidad, ignorancia o mal deseo adquirido, por medio del llanto, del hambre y la de sed de ser justo, y por la perseverancia en las obras de misericordia. Los grados o estados de la verdad son tres. Al primero se sube por el trabajo de la humildad; al segundo, por el afecto de la compasión; y al tercero, por el vuelo de la contemplación. En el primer grado, la verdad se nos muestra severa; en el segundo, piadosa; y en el tercero, pura. Al primero nos lleva la razón con la que nos examinamos a nosotros mismos; al segundo; el afecto con el que nos compadecemos de los demás; al tercero, la pureza que nos arrebata y nos levanta hacia las realidades invisibles.
Hay una obra maravillosa de la inseparable Trinidad que se realiza por separado en cada una de las personas. Si es que un hombre que vive en tinieblas, de algún modo puede llegar a comprender aquella separación de las tres personas que obran de común acuerdo. Así, en el primer grado parece ver la obra del Hijo; en el segundo, la del Espíritu Santo; y en el tercero, la del Padre.
¿Cómo obra el Hijo?. Escucha: Si Yo Soy el Señor y el Maestro, y os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Con estas palabras, el Maestro de la verdad se da a conocer en Su primer grado. Fíjate ahora en la obra del Espíritu Santo: La caridad inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. La caridad es un don del Espíritu Santo. Por ella, todos los que han seguido las enseñanzas del Hijo y se han iniciado en el primer grado de la verdad mediante la humildad, comienza a progresar y llegan aplicándose en la verdad del Espíritu Santo, al segundo grado por medio de la compasión al prójimo. Escucha también lo que hace referencia al Padre: Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino Mi Padre, que está en el cielo. Y aquello otro: El Padre enseña a los hijos Su verdad. Y también: Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y se las has revelado a la gente sencilla.
El Hijo forma discípulos. El Paráclito consuela a los amigos. El Padre enaltece a los hijos. Verdad no se llama el Hijo en exclusiva. También lo son el Padre y el Espíritu Santo. Por eso, respetada la propiedad de cada una de las personas, una es la Verdad que obra estas tres realidades en los tres grados. En el primero, enseña como Maestro: en el segundo, consuela como Amigo y Hermano; en el tercero, abraza como un Padre a sus hijos.
De la primera unión entre la Palabra y la razón nace la humildad. Luego el Espíritu Santo se digna visitar la otra potencia llamada voluntad. El Espíritu la purifica con suavidad, la sella con Su fuego volviéndola misericordiosa. De la segunda unión del Espíritu Santo con la voluntad humana nace la caridad. Fijémonos todavía en estas dos potencias, la razón y la voluntad. La razón se siente instruida por la palabra de la verdad; la voluntad, por el Espíritu de la verdad. La razón es rociada por el hisopo de la humildad; y sin arruga, por causa de la caridad.
¿Quién me diera alas de paloma para volar hacia la verdad y hallar el reposo en la caridad? Pero como no las tengo, enséñame, Señor, Tu camino, para que siga Tu verdad; y la verdad me hará libre.