El conocimiento de la verdad tiene a su vez tres grados. Así se verá con mayor claridad a qué grado de verdad corresponde el duodécimo grado de humildad. Buscamos la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma. En nosotros, por la autocrítica; en el prójimo, por la compasión en sus desgracias; y en sí misma, por la contemplación de un corazón puro. En primer lugar, la misma verdad te enseñará por qué debe buscarse antes en los prójimos que en sí misma. Después entenderás por qué debes buscarla en ti antes que en el prójimo. Al predicar las Bienaventuranzas, el Señor antepuso los misericordiosos a los limpios de corazón. Y es que los misericordiosos descubren enseguida la verdad en sus prójimos.

Proyectan hacia ellos sus afectos y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los males de los demás. Con los enfermos, enferman; se abrasan con los que sufren escándalo; se alegran con los que están alegres, y lloran con los que lloran. Purificados ya en lo íntimo de sus corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la verdad en sí misma; por cuyo amor sufren las desgracias de los demás.

En cambio, los que no sintonizan así con sus hermanos, sino que ofenden a los que lloran, menosprecian a los que se alegran, o no sienten en sí mismos lo que hay en los demás, por no sintonizar con sus sentimientos, jamás podrán descubrir en sus prójimos la verdad.

A todos éstos les viene bien el siguiente dicho: “Ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento”. El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y de los hambrientos, porque lo viven. La verdad pura únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume su propia miseria. Para que sientas tu propio corazón que asume su propia miseria. Así podrás vivir en ti sus problemas, y se te despertarán iniciativas de ayuda fraterna. Este fue el programa de acción de nuestro Salvador; quiso sufrir para saber compadecerse; se hizo miserable para aprender a tener misericordia. No quiere decir que Aquel cuya misericordia es eterna ignorara la práctica de la misericordia, sino que aprendió en el tiempo por la experiencia lo que sabía desde la eternidad por su naturaleza.

El Señor no se despojó de la misericordia eterna; la añadió a la temporal. No la cambio; la multiplicó, según está escrito: Tú socorres a hombres y animales, ¡cómo has multiplicado tu misericordia, oh Dios!

Si el que no era miserable se hizo miseria para experimentar lo que ya previamente sabía, ¿cuánto más debes tú, no digo hacerte lo que no eres, sino reflexionar sobre lo que eres, porque eres miserable? Así aprenderás a tener misericordia. Sólo así lo puedes aprender.

Porque si consideras el más de tu prójimo y no atiendes al tuyo, te sentirás arrebatado por la indignación, nunca movido por la compasión; tendemos a juzgar, no a ayudar; a destruir con violencia, no a corregir con suavidad.

Vosotros los espirituales, dice el Apóstol, corregid con toda suavidad. El mandato del Apóstol consiste en que ayudes a tu hermano enfermo con la misma suavidad con la que tú quieres te ayuden a ti cuando enfermas. También consiste en que comprendas cuánta dulzura de trato debes tener con el pecador; caer en la cuenta, de que también tú puedes ser tentado.

Conviene considerar con qué perfección sigue el discípulo de la verdad, el orden establecido por el Maestro. En las Bienaventuranzas preceden los misericordiosos a los limpios de corazón; y los mansos a los misericordiosos. La corrección de los hermanos corresponde, sin duda, a los misericordiosos; hacerlo con suavidad, a los mansos. No puede ser contado entre los misericordiosos el que no es manso en sí mismo.

(continuará)

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