Dos días antes de llegar a Jerusalén, el peregrino que procedía de Nazaret, se encontraba con el único pozo existente entre Jericó y Jerusalén, donde estaba la posada a la que alude la parábola del buen samaritano. Al llegar a Jerusalén, el peregrino dirigía sus pasos por la calle que bajaba hasta el templo del Santo Sepulcro, donde los distintos cultos cristianos celebran sus misas por separado. Por lo general, la visita del viajero suele ajustarse a un itinerario que la tradición ha dado por cierta, que fue el seguido por Jesús en Su camino hacia el Gólgota, llamado la Vía Dolorosa. Las ruinas de la fortaleza Antonia, que se considera el lugar donde Jesucristo fue juzgado por Pilatos, es el inicio del Vía Crucis que realizan los peregrinos, para continuar el recorrido por un dédalo de calles oscuras, donde la tradición tiene señaladas las estaciones. Al final del camino, una columna en el muro exterior de la Basílica del Santo Sepulcro, marca el lugar donde Cristo cayó al suelo por tercera vez, ya al pie del monte Calvario, y al entrar en la iglesia, acaba la peregrinación ante los lugares señalados donde se supone estuvo emplazada la cruz y el sepulcro.

Desde Jerusalén, el peregrino se dirigía hacia el Sur para hacer el camino que le llevaría a Belén, a unas dos horas de recorrido. Sobre la gruta del Nacimiento, se había levantado una iglesia cristiana, la más antigua que se conserva en nuestros días. A partir de ahí, iban hacia Egipto para poder embarcar hacia occidente en cualquier nave de mercaderes.

Los viajeros retornaban con una enorme cantidad de recuerdos, que no reliquias, sino de objetos que iban colocando en los lugares sagrados y que se suponían impregnados de la energía espiritual. Ahí nombran las crónicas la enumeración de un prolijo catálogo de objetos, entre los rosarios de madera de olivo, cuarzos, cruces de distintos materiales, trozos de telas, botellas con agua del río Jordán, todo ello pasado por los lugares especiales de la peregrinación. Todo ello propició un gran comercio, y la procedencia solía avalarse con un certificado escrito sobre un pergamino o papiro en el lugar de origen. Esta costumbre muy extendida desde entonces, nació como un requisito exigido para comprobar la autenticidad de las reliquias sagradas, que iban siempre acompañadas de un “certificado de garantía” firmado por las máximas autoridades eclesiásticas y civiles, las cuales ponían sus sellos pendientes de un cordón en el documento.
(continuará)

Copyright. Todos los derechos reservados. Orden del Temple.