A los peregrinos que se dirigían a Roma, se les denominaba “romeros”, más este vocablo nació en los primeros años medievales, antes de tomar la significación más extensiva que luego se dio. La capital del Imperio, se había convertido en un centro espiritual que regía los destinos del mundo cristiano, por hallarse en ella la continuidad jerárquica del jefe de la Iglesia a través de los Papas que iban ocupando la silla de San Pedro. Atraía a muchos, la posibilidad de poder orar ante el sarcófago de éste santo, estando además en la misma ciudad los restos de San Pablo y las catacumbas que atestiguaban la fe que demostraron los mártires. Para los “romeros”, todo esto era tomar contacto directo con la esencia más pura del cristianismo, era estimulante para su fe y la esperanza de que ante todas aquellas reliquias sus ruegos fueran mejor guiados hasta Dios, aparte de las indulgencias que los Papas concedían a los peregrinos.

Conforme van transcurriendo los siglos, Roma aumentaba gran cantidad de reliquias traídas desde Palestina, para ser atesoradas en sus templos. Por tanto, eran muchos los alicientes que esperaban al peregrino en Roma, pero a la vez, había muchas dificultades a través de sus rutas, muy calurosas en verano y verdaderos lodazales en el invierno, por lo que resultaba muy duro llegar hacia el Norte de Italia ante las montañas de los Alpes. Todo ello, era una prueba muy agotadora para los peregrinos, aunque hubiera en determinados lugares hospederías como las de San Bernardo y la del Monte Cenis, que las restauraron los sucesores de Carlomagno.

Las magníficas carreteras que hiciera el Imperio Romano, hubiera hecho posible que los españoles llegaran hasta Roma a través de España y Francia, así como a los ingleses desde Normandía. Pero aquellas calzadas, estaban prácticamente destruidas y apenas se vislumbraba su trazado a principios del siglo X. Los puentes sobre los ríos más importantes, si fueron reparados con más interés que las carreteras, porque eran una necesidad para los habitantes del lugar. Así que los peregrinos, solían añadirse en el camino a las caravanas de asociaciones gremiales, que iban de unos lugares a otros de Europa con fines comerciales, y éstas, antes de la partida, se comprometían a socorrer a los peregrinos de las pérdidas o deterioros que pudieran sufrir alguno de ellos, a cuenta de los asaltos de los forajidos, por ello, todo individuo perteneciente al gremio, se le obligaba a ir armado para contribuir a la defensa de la colectividad de la caravana.
Los derechos de peaje que los señores feudales hacían pagar a los viajeros, con la excusa de tener fondos para poder protegerlos y reparar los caminos, eran en realidad una excusa para obtener ingresos realmente abusivos. Pero todo esto, lo podían eludir los peregrinos en su condición de penitentes, gracias a la hospitalidad de los monasterios que se dedicaban a amparar a los peregrinos. Curiosamente, si algún peregrino moría en un territorio sin que tuviese un compromiso expreso en su país de origen, los bienes que llevase éste quedaban retenidos a disposición del señor feudal. No es de extrañar, por tanto, que ante tantas dificultades, que el peregrinaje no fuera como puede ser en nuestros días, hasta cierto punto, un viaje de placer, sino una seria aventura en la que el peregrino no estaba seguro si se dejaría la vida o volvería con alguna enfermedad grave.

(continuará)

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