El Símbolo (II)
El símbolo es el alimento del arte de vivir, la obra anónima que no refleja los sentimientos pasajeros del tallista, sino el deseo de transmitir la sabiduría. Seamos conscientes, que el arte de vivir, depende de nuestra  consciencia de la Eterna Sabiduría.
                                       
Estamos por tanto muy lejos de la descripción fría de un erudito o de un crítico de arte o un tratado de botánica. El arte y la ciencia, aparecen fundidos en la búsqueda del misterio de la Unidad. Separados dividirían al hombre en materia y espíritu, cuando lo que se trata es de reflejar lo esencial de la naturaleza.
La distinción entre animales reales y los fantásticos no tiene sentido, porque los dos pueden transmitir una enseñanza simbólica y lo importante es meditar el significado de un hecho, no el discutir sobre su autenticidad. Apartémonos pues de todo espíritu meramente analizador y estético, o de lo que busca solamente por curiosidad el resolver un jeroglífico. No es necesario que el símbolo sea tomado como signo directo de una realidad sino que se defina por el conocimiento de los hechos escondidos detrás de la imagen.
El símbolo es tanto más eficaz cuanto más rico en memoria y su función está relacionada con la afectividad. La realidad es percibida fríamente por la razón y subjetivamente por los sentimientos y ambas cosas, se despiertan mediante la suma de sensaciones razonadas. Se trata por lo tanto de un ensanchamiento de la conciencia y no de un arrebato místico. La enseñanza del símbolo es la evocación de la especificidad. Las cosas percibidas evocan nuestra memoria, provocando asociaciones de ideas. La virtud principal del símbolo es ser un reflejo tangible del deseo misterioso de todo hombre de trascender su estado.
La interpretación no debe ser mecánica sino inconsciente, porque hay chispas momentáneas de claridad, que escapan a toda ciencia. La lucidez sólo parece posible en estos momentos privilegiados, mágicos, porque la lectura del símbolo no ocurre a nivel de la conciencia inmediata y si la figuración parece complicada, no es porque se trate de un lenguaje reservado a los Iniciados, sino porque se trata de otra forma de lenguaje que llama al inconsciente, es decir, a todas nuestras virtualidades ocultadas por nuestras costumbres y esquemas de pensamientos. Por tanto el símbolo, debe añadir algo a la realidad exterior, hacernos sentir el “más allá”. Por ejemplo, la contemplación de un perro no ensancha nuestro horizonte espiritual, pero la de un perro con alas si, porque esta novedad o monstruosidad nos sitúa fuera de lo profano.
El arte románico y su simbología aparecen como arte Iniciático, un arte vivo, en la medida en que el que lo interpreta está vivo, y es la historia de Dios humanizada en piedra. Ésta aparece muda, pero cuando el mensaje es recibido, la piedra habla, hasta grita, expresando su alegría. La función de la simbología románica, será arrastrar en una penetración cada vez más profunda de la Sagrada Escritura, mediante la Tradición que educa al hombre, le enseña a penetrar en la intimidad de Dios y favorece una vida secreta con Él.
Esta penetración resulta de un esfuerzo de atención y concentración, exige labor y es el fruto de un trabajo lúcido. Como toda la Historia Sagrada, se inscribe en una duración permanente y el tiempo no inspira distancia alguna. En intensa vida interior, la inteligencia espiritual capta el símbolo en su profundidad, arrastrando consigo la conversación, la vida nueva y la modificación de nuestro ser.
(continuará)
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