Iba a ser un acontecimiento extraordinario. En la llanura de Dura, cerca de la ciudad de Babilonia, se había erigido una imponente estatua de oro, que iba a inaugurarse durante una ceremonia especial. Se esperaba que los altos funcionarios estuvieran presentes en esa celebración y que se inclinaran ante la imagen al escuchar los sonidos de los instrumentos musicales. El rey Nabucodonosor, había decretado que quien no adorara a la imagen, moriría en un horno sobrecalentado. ¿Quién osaría desobedecer?.
Para sorpresa de todos, tres devotos siervos de Dios, Sadrac, Mesac y Abednego, no se inclinaron, porque sabían que si lo hacían no le estarían dando a Yahvé la devoción exclusiva que le debían (Deuteronomio 5, 8-10). Cuando se les exigió que justificaran su firme postura, valerosamente contestaron al rey: “Si ha de ser, nuestro Dios a quien servimos puede rescatarnos, del horno ardiente y de tu mano, nos rescatará. Pero si no, séate sabido, oh rey, que a tus dioses no servimos y a la imagen de oro que has erigido no la adoraremos”.
Cuando los tres hebreos fueron arrojados al horno de fuego, sólo un milagro los podría salvar. Y así sucedió. Dios envió un ángel para protegerlos, pero ellos ya habían demostrado que estaban dispuestos a morir antes que desobedecer a Yahvé. Su postura fue parecida a la de los apóstoles de Jesús, quienes más de seis siglos después declararon ante el tribunal supremo judío: “Tenemos que obedecer a Dios como gobernante más bien que a los hombres” (Hechos 5, 29).
(continuará)
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