Autora: Hna. M.C.+
PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU
Cuando Adán fue arrojado del Paraíso y le fue impuesto el castigo del trabajo, salió en busca del pan que tenía que ganar con el sudor de su frente. En el curso de su búsqueda, tropezó con el cuerpo inerte de su hijo Abel. Lo cargó sobre sus hombros y lo llevó hasta donde estaba Eva y lo puso sobre el regazo de ésta. Le hablaron, pero Abel no contestó. Nunca había estado tan silencioso antes. Levantaron su mano, pero ésta cayó inerte; nunca antes había hecho una cosa así. Miraron a sus ojos, fríos, vidriosos y misteriosamente inexpresivos; nunca antes habían sido tan inexpresivos. Se maravillaron y maravillándose su maravi­lla creció. Luego recordaron. “El día en que comas del árbol, te convertirás en un mortal”. Era la primera muerte en el mundo.
Pasaron los siglos y el nuevo Abel, Cris­to, es puesto en la Cruz por sus celosos hermanos de la raza de Caín. La vida que ve­nía de una profundidad sin límites se prepara a volver a su origen. Su sexta pa­labra fue un grito retrospectivo: “He terminado mi obra”. Su séptima palabra es un grito de esperanza: “Encomiendo mi Espíritu”. La sexta palabra fue la del hombre; la séptima, la de Dios. La sexta palabra era una despedida de la Tierra; la séptima su entrada en el Cielo. Así como los grandes planetas sólo después de mucho tiempo com­pletan su órbita y vuelven a su punto de partida, como para saludar a Quien los lan­zó al espacio, así Aquel que vino del Cielo, terminado su trabajo había completado su órbita y volvía a Su Padre para saludar a Quien le había enviado a hacer la gran obra de la Redención del mundo: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”.
El Hijo Pródigo vuelve a la casa de Su Padre, porque ¿no es Cristo el Pródigo?. Ha­ce treinta y tres años salió de la Mansión Eterna de Su Padre y se fue a la tierra ex­traña de este mundo. Entonces empezó a gastar y a ser gastado; dispensando con in­finita prodigalidad las divinas riquezas de poder y de sabiduría; con una liberalidad celestial, los divinos dones del perdón y la misericordia. En esta última hora, toda Su sustancia se gasta entre los pecadores, por­que da hasta la última gota de su sangre para la redención del mundo. No hay nada de qué alimentarse más que los desperdicios de las burlas humanas y el vinagre y la hiel de la ingratitud humana. Ahora se prepara para volver a la casa de Su Padre y cuando a cierta distancia ve la cara de Su Padre Celestial dice su última y perfecta oración desde el pulpito de la Cruz: “Padre, en tus manos encomiendo Mi Espíritu”.
Durante todo este tiempo María está de pie junto a la Cruz. En poco rato el nuevo Abel, herido por sus hermanos, será bajado de la Cruz de salvación y puesto en el rega­zo de la nueva Eva. ¡Será la muerte de la Muerte! Pero cuando llegará el momento trágico, a la vista de María, empañada por las lágrimas, le parecerá que Belén ha vuelto. La cabeza coronada de espinas que no tenía donde descansar excepto en la almo­hada de la Cruz, ahora puede, a través de la mirada empañada de María, parecer la cabeza que ella llevaba a su pecho en Belén. Aquellos ojos, al cerrarse los cuales has­ta el sol y la luna se oscurecieron, eran para ella los ojos que la miraban desde su camita de paja. Los pobres pies perforados por los clavos una vez más le parecen a ella los pies infantiles ante los cuales llevaron oro, incienso y mirra. Los labios ahora resecos y ensangrentados parecen los labios que un día en Belén se alimentaron en la Eucaristía de su cuerpo. Las manos que no pueden sostener más que una herida, parecen ahora, otra vez, las manos infantiles que no al­canzaban a tocar las cabezas de los anima­les del establo. El abrazo al pie de la Cruz parece el abrazo junto a la cuna. En aque­lla triste hora de muerte, que siempre hace pensar en el nacimiento, María siente que Belén vuelve.
Non Nobis

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