Los alquimistas relacionaron a
los ángeles lunares, que gobiernan las mareas, con el elemento sal; a los
lucifernarios espíritus de Marte con el elemento Azufre; y a los Señores de
Mercurio con el metal mercurio.
Se valieron de esta simbólica
representación a causa por una parte de la intolerancia religiosa que no
permitía otras enseñanzas que las sancionadas por la iglesia ortodoxa de
aquella época y, por otra parte, porque no estaba todavía de la masa general de
la humanidad en disposición de comprender las verdades contenidas en la
filosofía hermética.
También hablaban los alquimistas
de un cuarto elemento, el ázoe, nombre en que entran la primera y la última
letras del alfabeto, como si quisiera significar la misma idea que “alfa y
omega”, o sea, que todo lo abarca e incluye. Se refería dicho elemento a lo que
ahora se llama el rayo espiritual de Neptuno, que es la octava de Mercurio o
sublimada esencia del poder espiritual.
Sabían los alquimistas que las
naturalezas físicas y moral del hombre se habían embrutecido a causa de las
pasiones infundidas por los espíritus lucifernarios, y que en consecuencia era
necesario un proceso de destilación y refinamiento para eliminar tales
características y elevar al hombre a las últimas alturas, donde jamás eclipsa el
fulgor del espíritu la grosera envoltura que ahora lo encubre. Así es que los
alquimistas consideraban el cuerpo como un laboratorio y hablaban del proceso
espiritual en términos químicos. Observaron que este proceso comienza y tiene
su peculiar campo de actividad en la espina dorsal, que constituye el enlace
entre dos órganos creadores: El cerebro o campo de operaciones de los
inteligentes mercurianos, y los genitales en donde tienen su más ventajosa
posición los lujuriosos y pasionales espíritus de Lucifer.

(continuará)

Orden de Sión+++