¡Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor!
La gran muchedumbre que le precedía, tomaron ramos de palmera y salieron a Su encuentro gritando: “Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor y el rey de Israel!.
Algunos fariseos mezclados con el gentío le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Él les contestó: “Os digo que si ellos callasen, gritarían las piedras”. Le rendían testimonio las gentes que estaban con Él cuando llamó a Lázaro en el sepulcro y le resucitó de entre los muertos, y por ello le salía al encuentro la multitud que había oído de este milagro.
Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió y decía: “¿Quién es este?”, y la gente respondía: “Este es Jesús, el profeta, el de Nazaret de Galilea. Entre tanto los fariseos se decían: “Ya veis que todo el mundo se va en pos de Él”.
Jesús de Nazaret, príncipe de la Paz
La entrada en Jerusalén de Jesús, fue una verdadera manifestación mesiánica, en la que la muchedumbre escoltaba a Jesús y celebraba en Él la esperada restauración del reino davídico. Esto, provocó el temor del Sumo Sacerdote Caifás y de su entorno. El impacto político antirromano de la oración brindada a Jesús era evidente, aunque el poder local no era partidario de intervenir en presencia del pueblo, prefiriendo una acción más discreta y recurrir a una estratagema, ya que era dudoso que los romanos hubieran dejado desarrollarse ante sus ojos una manifestación dirigida contra ellos mismos. Por tanto, hay que descartar de las causas históricas del arresto de Jesús la entrada en Jerusalén y nada nos obliga a admitir que este hecho haya tenido una relación causa-efecto con el drama de Getsemaní ni de que formase parte del proceso instruido por Pilato contra Jesús.
De acuerdo con el precepto mosaico, todos los varones judíos tenían el deber de visitar Jerusalén tres veces al año: En primavera para la Pascua (que conmemoraba el éxodo de Egipto); siete semanas después en la fiesta llamada de las Semanas (Shabouth) o de la otorgación de la Ley, y a comienzos del otoño en la fiesta de los Tabernáculos, después de la recolección de frutos y la vendimia.
La familia de Jesús peregrinaba anualmente a Jerusalén con ocasión de la Pascua, así la Iglesia romana enseña, que Jesús entró en Jerusalén, donde no era conocido, cinco días antes de la fiesta Passah, el llamado Domingo de Ramos.
La entrada en Jerusalén no tiene otro sentido que manifestar la irrupción del Reino de Dios que la palabra de Jesús supone y la necesidad de tomar una decisión radical respecto a Su persona. La lucha contra los jefes espirituales ha sido abierta pues por Jesús mismo. Un acto como aquel, habría provocado la reacción de las autoridades de Jerusalén en una situación como la que se daba durante la Pascua. El incidente no se basa en unos modelos davídicos en general que le eran familiares a cualquier judío, sino unos cuantos versículos de una profecía concreta:
“Alégrate sobremanera, hija de Sión.
Grita exultante, hija de Jerusalén.
He aquí que viene a ti tu Rey,
justo y victorioso,
humilde, montano en un pollino, hijo de asna”.
Jesús ha pedido expresamente un asno sin domar, en el cual no haya montado nunca nadie, porque en aquel día la bestia escogida por Él, no representa sólo simbólicamente la humildad, sino más bien al pueblo judío que será domado por Cristo. El verdadero Mesías, obtendrá un triunfo real, pero más humilde, y cuyas manifestaciones serán todas pacíficas y llevarán un sello religioso. Por eso Jesús entra en Jerusalén sentado sencillamente sobre un pollino, como un Príncipe de la Paz, como un rey espiritual, como un salvador de almas.
El llanto sobre Jerusalén
Así que estuvo cerca, al ver la ciudad, Jesús lloró sobre ella diciendo: “Si al menos en este día conocieras lo que hace a la paz tuya”. Pero ahora está oculto a sus ojos y vendrán días sobre ti y te rodearán de trincheras tus enemigos, te cercarán y te abatirán al suelo a tu y a los hijos que tienes dentro y no dejarán piedra sobre piedra por no hacer conocido el tiempo de tu visitación”.
La narración de los Evangelistas describe el triunfo de quién había de ser el destructor de la Roma pagana y entraba en Jerusalén llorando sobre la destrucción de la ciudad. El triunfador de Roma concluye su pompa matando, al pie del Capitolio, al jefe de los enemigos, conducido encadenado tras el cortejo; el triunfador de Jerusalén termina siendo muerto Él mismo, después de su triunfo de un día, tras los festejos se ponen los cimientos de un nuevo templo idolátrico dedicado a la Pax romana. En Jerusalén, Cristo, anuncia que el templo material de Dios vivo, será reducido a un montón de ruinas y pone por el contrario los cimientos de un templo, no hecho por las manos del hombre, donde se adorará al Dios viviente en “espíritu y verdad”
Llanto de Dios, llamado Hijo del Hombre, totalmente desconsolador, porque también nosotros le hemos cerrado a Jesús nuestras puertas. Llanto estremecedor de Jesucristo, que quiso instaurar en Jerusalén la fe en Dios Padre, clemente y misericordioso, más sin embargo, Jerusalén y sus sacerdotes rechazaron la palabra viva y eterna de Jesús.
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas
y apedreas a los que te son enviados!,
¡Cuantas veces quise juntar a tus hijos
como el ave a su nidada debajo de las alas
y no quisiste!. Os digo que no me veréis
hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.