II. Condición de los vicios contrarios a la Humildad.

II. 1. Soberbia

La soberbia nunca baja de donde sube. La tenemos tan dentro de nosotros, que aún después de muertos tarde unos minutos u horas en salir del cadáver y en algunos casos no sale nunca. El soberbio es como la hierba que sale en los tejados, es muy alta, pero no tiene raíz y se seca incluso antes de ser arrancada.

Se parece a un globo hinchado que es la máxima contradicción: Estar lleno de vacío. Se conoce a un soberbio, porque quiere imponer a toda costa su punto de vista, obligando a que le vean como él quiere ser visto, pues la soberbia es proyectiva. Es vulnerable e irritable a cualquier comentario adverso y con él hay que medir las palabras, pues exige veneración por su persona. Tiene resentimiento por las injurias de que ha sido objeto o por una palabra ácida que escuchó años atrás. El soberbio siempre quiere tener razón, se hace valer a cualquier precio; cuando pierde insulta y echa la culpa a otros. No sabe pedir perdón a nadie y miente para hacerse el interesante. Si no le salen bien las cosas se desanima en seguida; cree que no necesita a nadie; es insolente en la prosperidad y servil en la adversidad. Decía San Juan Clímaco, que un monje orgulloso no tiene necesidad de ser perseguido por el diablo: Él es su propio demonio.

II. 2. Orgullo

El orgulloso permanece en una posición narcisista, sin que aparente que necesita que el mundo le valore, despreciando la opinión ajena. Es un infantil mecanismo de defensa para evitarse el dolor del no reconocimiento ajeno. En el fondo, es más débil de lo que quiere aparentar, ya que nadie sabe tantas cosas malas de sí mismo como él y a pesar de ello, nadie piensa tan bien de sí mismo como él. Si tuviera que tolerar a los demás lo que se tolera a sí mismo, la vida sería insoportable. El orgulloso no quiere deber y el amor propio no quiere pagar.

San Gregorio indica cuatro causas de orgullo desmedido (soberbia):

 

-Atribuirse a sí mismo los bienes que se han recibido de Dios.

– Creerse que se han recibido en atención a nuestros méritos.

– Jactarse de bienes que no se poseen.

– Desear aparecer como único poseedor de tales bienes, con desprecio a los demás.

El orgullo de los mediocres consiste en atribuirse todos los méritos ajenos para hablar siempre de sí mismo; el de los grandes hombres es no hablar nunca de ellos, agradeciendo los propios méritos a los demás. Quien sin serlo se cree genio, razona así: La aparición de un genio se reconoce porque todos los necios conjuran contra él. En resumen, hacer una corona resulta más fácil que encontrar una cabeza digna de llevarla.

(continuará)

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