En aquel tiempo, envió Dios al arcángel Gabriel a un pueblo de Galilea llamado Nazaret, a visitar a una joven virgen llamada María, que estaba comprometida para casarse con un hombre llamado José, descendiente del rey David. El ángel entró donde ella estaba y le dijo: “Te saludo, favorecida de Dios, el Señor está contigo”. Cuando vio al ángel, se sorprendió de sus palabras y se preguntaba que significaría aquel saludo. El ángel le dijo: “María, no tengas miedo, pues Tú gozas del favor de Dios. Ahora vas a quedar encinta; tendrás un  hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Altísimo y Dios, el Señor, lo hará rey como a su antepasado David y reinará por siempre en la nación de Israel. Su reinado no tendrá fin”. María preguntó al ángel. “¿Cómo podrá suceder esto si no vivo con ningún hombre?”. EL ángel le contestó: “El Espíritu Santo se posará sobre Ti y el poder de Dios Altísimo se posará sobre Ti como una nube. Por eso el niño que va a nacer, será llamado Santo e Hijo de Dios. También tu parienta Isabel, a pesar de ser anciana, va a tener un hijo, la que decían que no podía tener hijos, está encinta desde hace seis meses. Para Dios no hay nada imposible”. Entonces María dijo: “Soy la esclava del Señor. ¡Que Dios haga conmigo como me has dicho!”. Con esto, el ángel se fue.
(Lucas 1, 26-38)
MEDITACIÓN
Cuando escucho una y otra vez lo que el ángel dijo de Ti, María, y luego te contemplo en la cruz, me parece un abismo insalvable. La alegría de la maternidad queda hecha polvo ante tu cruz, pero veo en ese momento otra concepción en María: La nuestra, los hijos de la fe, los hijos de la cruz, los hijos del dolor y la esperanza; ¡los hijos del Reino!.
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