En aquel tiempo estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Penuel, de la tribu de Aser. Era muy anciana. Se había casado siendo muy joven y vivió con su marido siete años, pero hacía ya ochenta y cuatro que había quedado viuda. Nunca salía del templo, sino que servía día y noche al Señor, con ayunos y oraciones. Ana se presentó en aquel mismo momento y comenzó a dar gracias a Dios y a hablar del niño Jesús a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén. Cuando ya habían cumplido con todo lo que dispone la Ley del Señor, regresaron a Galilea, a su pueblo de Nazaret. Y el niño crecía y se hacía más fuerte y más sabio y gozaba del favor de Dios.
(Lucas 2, 36-40)
MEDITACIÓN
Ana no reconoció solamente al niño como Hijo de Dios o Mesías que había de venir, sino que anunció a la gente la bondad y la bendición que la presencia de Jesús nos traía. Nosotros, también podemos convertirnos en profetas de Su presencia, dejando fluir en nosotros el amor y la misericordia que Dios nos tiene.
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