Jesús les contó esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos. El más joven dijo: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde; y el padre repartió los bienes. El hijo menor vendió su parte y se marchó lejos donde todo lo derrochó. Al fin se puso a pensar: ¡Cuantos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra!, volverá a mi padre. Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio, corrió a su encuentro y lo recibió con abrazos y besos. El hijo le dijo: Padre, he pecado contra Dios y contra ti y ya no merezco llamarme tu hijo. Pero el padre ordenó: ¡Vamos a comer y hacer fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y lo hemos encontrado!. El hijo mayor, llegando ya cerca de la casa, oyó la música y el baile. Tanto le irritó esto, que no quería entrar. Respondió a su padre: Tu sabes cuantos años te he servido y jamás me has dado siquiera un cabrito. En cambio, llega ahora este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro cebado. El padre contestó: Hijo mío, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero ahora debemos hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir”.
(Lucas 15, 1-3. 11-32)
MEDITACIÓN
Este hijo perdido, guardaba en su memoria un lugar adonde regresar, alguien a quien podía abrazar y una vida que rescatar, así como una familia que recuperar. En los peores momentos de la vida, la luz que se atisba desde el fondo de la oscuridad, es el amor invencible al que se puede volver una y otra vez: El amor de Dios.
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