La séptima Bienaventuranza habla de la acción en el mundo. No podemos quedarnos indefinidamente en el placer y la realización personales. ¿De qué nos servirá haber visto a Dios si no lo comunicamos?. Si todo es Dios, si el otro y nosotros mismos somos Dios, necesitamos compartirlo. En este punto, el Cristo exclama:

“Bienaventurados los que hacen obra de paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”.

A partir del instante en que vemos a Dios en todas partes, comenzamos a hacer obra de paz. Esto quiere decir que una vez que conocemos la Verdad, es necesaria la acción, la obra. Hay que aplicarse a obrar. Sin acción, la verdad no sirve de nada.

En este estado, el trabajo consiste en mostrar a los seres humanos la perfección que los habita. Hacemos que la vean a fin de que no olviden y se recuerden. Hay que ayudarlos a purificar su corazón, darles los medios y decirles: “¡Escucha! Puedo ayudarte a descubrir tu verdad. Puedo enseñarte a aprender de ti mismo”.

Hacer obra de paz es mostrar al otro cómo encontrar su paz.

Cuando tenemos el corazón puro y vemos a Dios, sabemos que la muerte es Dios y entonces encontramos la paz.

Comprendiendo esto, sé que, en el último instante, entraré en Dios. Él me recibirá. Estaré acompañado y seré recibido, reconocido, amado y escuchado.

Sé que estoy en el amor, la protección y la conciencia totales de Dios. Me baño en Dios. Él me ayuda cada día, me sostiene. No me preocupo más de realizarme: Él me envía la realización. Si me ha creado es porque soy útil, y Dios me utiliza porque estoy a Su servicio. El día en que Él habrá de eliminarme, no me eliminará: Me llamará a Él porque Él es yo.

Sé que Dios me ve y, porque Él me ve, no puedo pensar cualquier cosa porque sí. Todos mis pensamientos son como ofrendas. Todas mis palabras lo son. Todos mis sentimientos y deseos son bellos y puros. No puedo vivir más que en la belleza. Si este no es el caso, yo sería un templo sucio. Soy para Dios y si lo soy, todo en mí se da a Él.

Como he visto a Dios tengo la paz, y si la tengo, enseño al otro a alcanzarla también. Hago obra de paz al ayudarlo a hacer la paz consigo mismo, a encontrar su paz interior y no la mía.

No puedo obtener la paz conmigo mismo sino cuando me convierto en un “dos” (me disuelvo), cuando tengo hambre y sed de justicia (me doy cuenta de la inmundicia y la injusticia del mundo), cuando soy misericordioso (perdono), cuando me creo un corazón puro para posibilitar el ver a Dios, y cuando hago obra de paz (ayudo al otro a encontrar la paz).

En el número ocho, el Arcano del Tarot es la Justicia y la correspondiente Bienaventuranza habla de justicia:

“Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos”.

El ocho es la perfección. Justamente cuando tocamos esta perfección, llegamos a la promesa del número uno (la totalidad), que dice: “Bienaventurados los pobres de corazón, porque de ellos es el Reino de los cielos”.

Resulta claro que somos perseguidos por la justicia, porque desde que comenzamos a hacer obra de paz, padecemos persecución por aquellas personas que no tienen paz y no quieren que ella reine, puesto que no les conviene. Esas personas se aprovechan de la ausencia de paz en el otro y basan todo su comercio en esta ausencia. Tal comercio puede desarrollarse porque comemos lo que no tenemos, compramos lo que no poseemos, obedecemos porque nos imponen por temor y porque no hallamos seguridad en nosotros mismos. Obedecemos a otro dios que Dios, a otro poder que el de nuestra Divinidad. Esas personas que luchan contra la paz van a establecer su reinado, pues por medio del terror, de la conjura contra la realización, de la injusticia, abusando de la falta de seguridad, de la suciedad interior del ciudadano, hacen ahí su reino.

He ahí por qué somos perseguidos por causa de la justicia. Sin embargo, estamos contentos porque somos conscientes de que hacemos el bien. En el momento en que llegamos a la cima de nuestro pensamiento, automáticamente sabemos que lo arriesgaremos todo. Es el riesgo total. La sociedad tratará de eliminarnos.

Así pues, cuando se han ascendido estos ocho escalones y se ha realizado obra de paz, nos hace falta arriesgarlo todo para imponer en el mundo la idea que nos habita. Alcanzamos nuestra perfección y somos perseguidos. Es el ladrón el que, tras robar al hombre honesto, lo acusa.

En esta Bienaventuranza, el Cristo está decididamente diciéndonos: “¡No se ocupen de lo que dicen de ustedes!. ¡No tomen nota de las críticas que les hacen!. ¡Avancen!. ¡No se dejen demoler!. ¡Sean impecables e implacables!. ¡Continúen cueste lo que cueste!. ¡No hagan ningún compromiso!. ¡No acepten aproximaciones!. ¡Si quieren cualquier cosa, rechacen los sustitutos, los derivados similares a esa cosa!. ¡Que sea precisamente lo que desean!. ¡No hagan concesiones!”.

¡Observemos el juego y deslicémonos en él sin concesiones, siempre siendo “mansos”, dulces, flexibles!. Resulta extraño ser manso sin hacer concesiones. Parece contradictorio. Sin embargo ello consiste en deslizar nuestro mensaje sin destruir las formas que nos aprisionan. Una semilla puede destruir un peñasco si se la deja caer en una pequeña cavidad. No podemos destruir un sistema. Hay que entrar al corazón de ese sistema y limpiarlo, colocar la nueva realidad en el interior del propio sistema.

De cualquier modo, cada vez que somos perseguidos y criticados cuando hemos hecho el bien, estamos felices. ¿Qué bien puede hacernos que nos den un premio o qué mal representa que no nos lo den? Que no nos reconozcan carece de cualquier importancia.

¡El Cristo jamás pide ser reconocido por los otros, por la Ley de Moisés!. Continúa Su camino, hasta que lo abandona al hacerse crucificar.

Con el nueve llegamos al fin del ciclo. Es un número doloroso porque implica un cambio total y absoluto. En el Tarot, es el Arcano llamado El Ermitaño. El Ermitaño ha hecho su trabajo y en el presente le falta romper su perfección para acceder a un nuevo estado. La novena Bienaventuranza es:

“Bienaventurados sois cuando os insulten y os persigan, y digan falsamente contra vosotros toda clase de mal por Mi causa”.

“Por Mi causa”, es decir, por la causa de la pureza, de nuestro Dios interior, por la causa de la vida que llevamos, concentrada, pura y sin suciedad interna.

Estamos dichosos cuando nos insultan, porque el insulto no corresponde en absoluto a lo que somos. No es para nada cuestión de masoquismo. Tampoco lo es de provocar mil y una situaciones para hacerse insultar y perseguir, diciéndonos: “Es bueno ser perseguido”.

Ser dichosos cuando nos insultan, significa que el insulto o la persecución no nos afectan. Sabemos defendernos psíquicamente. Podemos resistir y continuar nuestra obra. De una u otra manera, nadie nos detiene. Además, cuando dicen mal de nosotros estamos felices y esto nos confirma en el hecho de que no debemos desviarnos ni un milímetro de nuestro trabajo espiritual. Conocemos ya a nuestro Dios interior. Damos la paz a los otros y les enseñamos a encontrar la suya. Ya somos Apóstoles.

Si seguimos la vía de Cristo, accedemos al estado de Apóstol, es la cúspide de lo esperable. No podemos ser Cristo. Él es una entidad que pertenece a todos y no puede ser individualizada. Tenemos un Cristo interior pero éste es también el Cristo interior del prójimo. Si existe una comunicación real entre los que me escuchan y yo, ella tiene lugar porque nos abrazamos en Cristo. No hay ninguna otra verdadera comunicación.

Si hemos escalado la montaña y hemos llegado hasta ahí, nos falta ser en el gozo y la alegría porque nuestra recompensa es grande en los cielos.

Cuando sigamos todas las etapas de este camino, seremos profetas. Cuando el Cristo termina Su sermón, aquellos que lo escuchan y lo ponen en práctica son Profetas porque de una frase a la otra, la Divinidad los guía a escalar este camino de Bienaventuranzas.

N.N.D.

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