Con relación a los hechos en que tomó parte Judas, se nos invita a imaginar a Jesús de pie con sus discípulos observando una turba de gente que asciende por la colina. Ese grupo resulta ser un escuadrón de soldados, con Judas al lado de su jefe, acompañados por una turba de curiosos y seguramente unos cuantos representantes de los Fariseos.
Se acercan. Ninguno de ellos sabe que el que a todas luces es el jefe del pequeño grupo que encuentran, es Jesús. Nacido apenas a una ocho millas de allí, y quien durante los tres años anteriores ha estado haciendo milagros por los alrededores. Ninguno de ellos reconoce alguno de los discípulos, ni podía imaginarse que Jesús tendría que estar allí. No se le ocurre a nadie que las largas cabelleras de todos esos hombres están demostrando que son Nazaritas, aquella secta tan detestada por los Fariseos por derivarse de los antiguos ocultistas Caldeos.
No; todos están pendientes de Judas. Con todos los ojos fijos en él. Judas se adelanta, encarándose con las miradas de censura de sus hasta entonces condiscípulos, y tratando de eludir la mirada serena y compasiva de Jesús….Está resuelto a obtener ese puñado de monedas. Se adelanta hasta Jesús y le besa. Todos saben ahora cuál es Jesús. Entonces Judas puede desaparecer aprovechando la excitación general.
¿Se retira Judas para disfrutar de su bien ganada recompensa? Cuando ve que van a condenar a Jesús, cosa que parece que no se le había ocurrido, se siente abrumado inmediatamente de remordimiento. Mira las monedas, pero no las arroja al arroyo con una maldición sino que piensa que debe ir a buscar al sumo sacerdote y rogarle que se las reciba. Este esfuerzo económico y tardío de restituir el dinero, le es rechazado con sorna, y entonces Judas va y se ahorca.
Este incidente pone de manifiesto el vicio de la avaricia con toda su fealdad. Los placeres que pueden comprarse con dinero, están simbolizados por el beso traicionero. Por la índole de la recompensa ofrecida a Judas, treinta monedas, se ve claro que se trata de mostrar una lucha moral, conforme al uso del número 30.
De modo similar, el comportamiento de Pedro también es imposible. Su cobarde negación de Jesús no convence, pues Pedro, lo mismo que todos los demás discípulos, ya tenía que haberse dado cuenta de los riesgos que corría, y los habría aceptado. Además debe haber sido bien conocido como uno de los discípulos de Jesús, en una comunidad que al fin y al cabo no era muy numerosa.
¿No es extraño, pues, que aunque todos los otros discípulos y los seguidores menos regulares de Jesús, no se presentaron luego en la corte para defender a Jesús, se haga aparecer allí a Pedro, el cobarde, el mismo que habría de tratar de escabullirse, y que fuera reconocido y retado por una mujer cualquiera? ¿No sería más probable que las cosas ocurrieran de otra manera diferente, que Pedro fuera el ausente, y que los seguidores más constantes de Jesús fueran los que se presentaran a luchar fuertemente en su defensa?