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La Pasión del Señor. De Jerusalén a Sevilla.
Publicaciones Orden del Temple - La Pasión del Señor
Escrito por María de Aquitania   
Martes, 26 de Abril de 2011 00:00

Jesús atado a la columna


El amor de Jesús es más fuerte que las ataduras, el mismo Dios se ató con ataduras de amor. Jesucristo quiso tomar en Su cuerpo la penitencia que merecían los desórdenes de nuestro cuerpo; corrigió en Su carne nuestra rebeldía y a costa de Su dolor, nos enseñó como debemos dominar la carne para que no se imponga al espíritu y caiga en pecado. Su cuerpo virgen, concebido sin pecado, con el que había unido a la Divinidad para honrar en Él a toda la naturaleza y para que al verlo bendijéramos a Dios Padre, quedó hecho una llaga para que nuestra alma se hiciera hermosa a los ojos de Dios.

Durante la flagelación de Jesús, Su Madre, rota de dolor en una calle cercana, sufrió un amor y dolor indecibles por todo lo que padecía Su Hijo. Cuando Jesús recobró el conocimiento y María vio a Su Hijo desgarrado conducido por los soldados, extendió sus manos hacia Él y siguió con los ojos las huellas ensangrentadas de sus pies. Eran las nueve de la mañana cuando se acabó la flagelación que había durado tres cuartos de hora sin interrupción,  en vez de los cinco minutos habituales.

El sentimiento de la flagelación del Redentor, no precisa la disciplina sangrante. Cristo no exige esta forma de mortificación personal, sino que cada uno de nosotros, tomemos nuestra Cruz y le sigamos.

Que esta pena corporal sufrida por nuestro Señor, suponga para nosotros rechazar enérgicamente la injusticia y la violencia. Que Sus azote, en el tiempo actual, representan la enfermedad, el odio, la soledad, el desamor y cuantos males infligimos a los demás. Por consiguiente, cuanto la droga, el paro, la pobreza y el terrorismo azotan al hombre despiadadamente, se pone en grave peligro la necesaria estabilidad afectiva, económica y social de muchas familias.

Jesús escarnecido por los soldados


Entonces Pilato les soltó a Barrabás, y a Jesús, después de azotarle, se los entregó para que lo crucificaran. Los soldados llevaron a Jesús al Pretorio y reunieron en torno a Él una cohorte. Le desnudaron, le echaron por encima un manto de púrpura y trenzando una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza. Los centuriones se arrodillaban uno tras otro ante Jesús e inclinaban la cabeza diciendo: “Salve, rey de los judíos!”. Con ello, terminaban la burla que había empezado Herodes Antipas.

El misterio de la coronación de espinas es fundamental por el contenido teológico y simbólico que representa. Su significado profundo es el de la entronización de Cristo como Rey y la Divina Providencia, se sirve de unos instrumentos tan burdos y absurdos como un manto viejo, una corona de espinas procedentes de un arbusto seco que servía para que encendieran fuego los soldados, una caña y la aclamación del odio y la maldad de los ignorantes: “¡Salve, rey de los judíos!”, para proclamar al mundo entero que Cristo es Rey.

Las lágrimas de Jesús, exteriorizan el gran sufrimiento y humillación que sufrió antes de ser crucificado. En el llamado Lithodtrotos o patio del Pretorio de Pilato, se produjo la flagelación y coronación de espinas.

Si Cristo, Nuestro Señor, fue coronado de espinas, ¿cómo podemos nosotros, sus discípulos, pretender ser coronados de rosas?. En  verdad, los pacíficos  agradan a Dios y  hacen muy felices a los demás.

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