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Peregrinaciones en la Roma Politeísta
Publicaciones Orden del Temple - Peregrinaciones. El Camino de Santiago
Escrito por María de Aquitania   
Domingo, 18 de Abril de 2010 00:00

 

Los dos aspectos de las creencias romanas, uno regido por el padre de familia y el otro de carácter estatal dirigido por el sacerdocio, estuvieron siempre separados tanto en su esencia como en las manifestaciones externas, que se denominaban Sacra Privata y Sacra Pública, pero ninguna de ellas era considerada como religión, sino mas bien doctrinal, ya que se entendía que a los dioses se les rendía culto para que correspondieran con sus beneficios a los hombres.

Todo ello se entendía como un contrato del cual se esperaba un cumplimiento por ambas partes. Los romanos al respecto de la palabra o juramento, era una forma simple de entender el Derecho. Por eso, si el dios era objeto de un ritual y no correspondía a las expectativas que se esperaban de él, el hombre consideraba que tenía derecho a un cambio y podían llegar hasta apedrearlo. Así, se producían reacciones violentas contra las divinidades desleales y se aceptaban otras deidades aunque procedieran del extranjero. Por eso no es extraño, la aceptación de los dioses griegos, e incluso de la diosa Ma, la Gran Madre del Asia Menor, de Cibeles o Mitra y de la diosa Isis de los egipcios, y ello ocurrió con tal difusión, que se han descubierto en Valladolid (España) estatuas de Isis, en Mérida (España) de Mitra y muchos más.

Desde el principio de la helenización de Roma, fue posible asimilar varias divinidades griegas. Así, el Júpiter romano fue identificado como Zeus, Juno a Hera, Minerva con Atenea, Marte con Ares, Ceres a Remeter, Venus con Afrodita, Diana con Artemisa, Mercurio a Hermes y Vulcano a Nefasto. En cambio Apolo, fue introducido como griego desde que Roma adoptó los famosos Libros Sibilinos, que gozaban de gran prestigio por su célebre Sibila y sus oráculos sibilinos. Estos libros, escritos en versos griegos en hexámetros, fueron encomendados por Roma a un cuerpo sacerdotal para su interpretación y consulta en los momentos precisos a la nación.

Fue precisamente el oráculo sibilino quien sugirió a los romanos angustiados por una epidemia, que acudieran a Esculapio, cuyo santuario estaba situado al oeste de la ciudad griega de Epidauro en la Argólida. La comisión regresó con una serpiente viva, símbolo divino, que fue arrojada al agua en la desembocadura del Tiber y ésta remontó la corriente hasta arribar a la isla que hay en Roma en medio del río y ese fue el lugar designado para levantar un templo a Esculapio, siendo desde entonces un gran centro de atracción y peregrinaje.

Con la introducción de los dioses extranjeros, Roma creó a la vez la esperanza en los milagros y los santuarios empezaron a levantarse a ritmo acelerado y cada uno tenía una especialización en según que problemas humanos. Se extiende entonces entre los peregrinos, la costumbre de pasar una noche en el pórtico para dar lugar a la divinidad de obrar en él un milagro mientras dormía, así como a llevar ofrendas y exvotos.

Todos los templos, tenían su fachada principal orientada a Saliente, para que al abrir sus puertas por la mañana pudieran entrar los rayos del Sol hasta iluminar la estatua del dios en cuestión, colocada al fondo sobre un pedestal, con una escalerilla adosada que utilizaban los sacerdotes para sacarlo en procesión. Ellos eran los únicos autorizados a entrar en el interior del templo y el pueblo debía atisbar desde el exterior y ahí, en el pórtico, era donde depositaban sus ofrendas.

Había varios templos que tenían carácter de sanatorios, donde quedaban hospitalizados algunos peregrinos una larga temporada. Pero el acto curativo (incubatio) se verificaba en las galerías llamadas abaton, anejas al templo, en las cuales debían dormir los enfermos una vez purificados con determinados rituales. Según cuenta la crónica, era Esculapio quien se aparecía al peregrino mientras dormía para curarle y al despertarse estaba totalmente restablecido. Ya no se piensa que hubiera efectos sugestivos en la curación, sino que se inducía a sueños profundos con algún narcótico dado por los sacerdotes, que les permitían hacer algunas intervenciones quirúrgicas que resolvieran la cuestión y que los peregrinos atribuían a Esculapio

La gran actividad viajera de soldados y peregrinos, mercaderes de todo tipo, facilitaban la difusión de las epidemias, y se sabe por Tito Livio y Tácito, la gran epidemia que asoló Roma en tiempos de Nerón, y en el año 167 d.C., hubo otra que fue desde Italia a las Galias que duró hasta el tiempo de Marco Aurelio, cuyo médico, el famoso Galeno, no encontraba una solución que fuera eficaz.

A este desorden social producido por el cosmopolitismo religioso, reaccionó Augusto intentando retornar a las tradiciones romanas, expresada en los antiguos cultos, para evitar así en cierto modo el desmoronamiento de los ideales patrióticos minados en sus bases. Aunque en el ámbito rural de conservaban los cultos a los lares y que la aristocracia había aceptado la mitología griega, algunos intelectuales se decantaban por el ateísmo. Es entonces cuando Augusto protege a los colegios sacerdotales y restaura los antiguos templos destruidos para instaurar el culto a la diosa Roma que se asocia al culto del Emperador. El pueblo acata este nuevo culto, pero no halla en él solución a sus problemas, sobre todo al destino del hombre tras la muerte. Por ello, aunque los sucesores de Augusto mantienen la prohibición de los cultos orientales, el pueblo sigue con su devoción a la Isis egipcia y el Mitra de Persia que ofrecían una vida en el más allá. Este problema lo soluciona también el judaísmo que iba ganando adeptos, mientras que el Cristianismo naciente es más difícil de comprender por qué les parece a los romanos más un movimiento revolucionario de igualdad social que una religión.

Por eso surgen las persecuciones en los tres primeros siglos del Imperio, a la vez que los judíos son también expulsados. Pero el Cristianismo, se infiltra en todas las clases sociales como una mansa revolución del Espíritu, como una rebeldía pasiva pero imperturbable y tenaz, que le abre las puertas del futuro en todas las provincias del Imperio y en la misma Roma.

  

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